SOBRE LA VERDADERA NATURALEZA DEL EJÉRCITO ESPAÑOL. La guerra de Cuba y Filipinas

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  • Publicación de la entrada:17/03/2023

Los deshonrosos e ignominiosos acontecimientos que tuvieron lugar en Cuba y Filipinas durante la guerra entre España y los EEUU, de abril a diciembre de 1898, en los cuales el ejército español alcanzó cotas difíciles de superar en indignidad, deshonor, cobardía, ineptitud, vileza, traición y derrotismo, necesitan ser explicados.

Los antecedentes

Se ha de comenzar revelando qué es el ejército español.

Fue una creación de la Constitución liberal de 1812, que en su art. 9 declara obligatoria para “todo español” la tarea de “defender la patria con las armas”, lo que se complementa con el mandato recogido en el art. 8, según el cual, “todo español” debe, asimismo, contribuir a sufragar “los gastos del Estado” en proporción “a sus haberes”, pues esos gastos eran (y siguen siendo, falsificaciones estadísticas y contables aparte) principalmente de naturaleza militar.

Anteriormente a la Constitución gaditana no existía el ejército español porque no existía España. Muchos chiflados fijan el origen de España en los Reyes Católicos, cuya tarea se reduce a unificar los reinos de Castilla y Aragón que, aunque se unen en la corona, al compartir reyes, continúan siendo entidades políticas y legales netamente diferenciadas. Incluso algunos adelantan tal acontecimiento al reino de los visigodos, en el siglo VI, aserción ésta que no merece ni el esfuerzo de ser refutada. Para dilucidar este asunto con el necesario rigor, acudamos al último cuerpo legal fundamental promulgado con anterioridad a la mencionada Constitución, la Novísima Recopilación de Leyes de España, 1805, mandada componer por el entonces rey de Castilla, Carlos IV. En ella, dicho monarca es presentado como “Rey de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sicilias, de Jerusalén (sic), de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Menorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaen, de los Algarbes, de Algeciras, de Gibraltar, de las Islas Canarias, de las Indias Orientales y Occidentales, Islas y Tierra-Firme del mar Océano… Conde de Barcelona… Señor de Vizcaya y de Molina[1], además de otros sitios y países europeos, hoy ajenos. En tal enumeración el vocablo España no aparece: ni siquiera está. Por tanto, en ese tiempo no existía algo a lo que se pudiera llamar España ni, por tanto, había un ejército español. La ocultación académica de esto, para que no lo sea la plebe, en una villanía.

Conviene recordar que cada una de aquellas entidades territoriales era una unidad política y jurídica, que poseía su propia reglamentación y juridicidad, sus específicos órganos legislativos (cortes, juntas, etc.), su sistema fiscal privativo y su aparato militar y policial, de ahí la expresión legal, “estos Reynos”, en plural. Además de que en ellos (esto es decisivo) los municipios seguían siendo instituciones soberanas, capaces incluso de declarar la guerra, levantar tropas e imponer impuestos de guerra, conforme a la tradición de descentralización y vida democrática propias de la revolución altomedieval. No sólo podían hacerlo, sino que lo hicieron efectivamente, siendo numerosos los entes locales peninsulares, y también los territoriales, que en ejercicio de la soberanía concejil declararon la guerra a Napoleón I. Esto estuvo muy lejos de ser una expresión de pintoresquismo inoperante, como a su costa aprendieron las tropas napoleónicas, que se vieron enfrentadas a docenas y docenas de entidades políticas municipales en pie de guerra, lo que les produjo un notable desgaste, pérdidas y bajas. Esta presencia combatiente de la base popular de los pueblos ibéricos fue el elemento decisivo de la derrota final de Napoleón I, el Hitler del siglo XIX, no sólo aquí sino en toda Europa occidental. He de señalar que en ningún otros espacio o país europeo sucedió nada semejante, pues sólo en Tirol y en algún lugar reducido de la actual Italia hubo amagos débiles de guerra popular, rápida y fácilmente eliminados por el sanguinario autócrata galo. Esto necesita ser explicado, lo que nadie hace y ni siquiera se lo plantea como meta intelectiva, como necesaria contribución a la historia reflexionada.

¿Qué es lo que tenían en común aquellas entidades territoriales? La institución real. Pero está no era la monarquía española, y nunca se declaraba como tal en la documentación jurídica, sino que era lo que los historiadores denominan Corona de Castilla, el Estado castellano que en el transcurso de los siglos se había ido apoderando, a veces pacíficamente y otras por la fuerza, de tales territorios. En algunos de ellos el rey poseía una cierta autoridad efectiva, en Castilla sobre todo, pero en otros apenas disfrutaba de la prerrogativa de prohibir y ordenar, por ejemplo, en Navarra, donde el poder indiscutible y efectivo quedaba en mano de las cortes de Navarra, activas hasta bien entrado el siglo XIX.

¿Qué era España entonces? Pues una palabra con significación de topónimo extenso, la traducción del vocablo latino “Hispania” al castellano, conservando su primitiva significación de vocablo geográfico y nada más. Indica simplemente Península Ibérica, como en tiempos de Roma, y así se mantuvo hasta la Constitución de 1812, cuando adquiere unos contenidos políticos, legales y normativos estrictos.

Tal estado de cosas incluso aparece en la Constitución gaditana, en su Título II, art. 10, “Del territorio de las Españas”. Entre tales “Españas” sitúa a países tan alejados, distintos y ajenos como “Guatemala”, “isla de Cuba con las dos Floridas”, “las islas Filipinas” y otros muchos. Dicho a lo claro: España es todo lo que el Estado español, nuevo nombre del Estado de Castilla, domine efectivamente en cada momento a partir de 1812, es decir, dónde haga cumplir su legislación, someta a explotación fiscal a la población y ejerza el mando sobre las tropas allí situadas. Eso exactamente es “la Nación española” que de manera tan campanuda cita el art. 12 de la mencionada Constitución, nación que va cambiando de contenidos y zonas concernidas según el aparato militar-fiscal-policial-judicial-ideológico-clerical conocido como Estado español ha ido perdiendo territorios. Hay que esperar hasta la Constitución de 1837 para que la palabra “España” aparezca con su significado político-jurídico actual, declarándose al resto “provincias de Ultramar”[2]. Esto prueba que España tiene escasamente dos siglos… los mismos que el ejército español[3].

Pero, ¿qué hubo antes? Pues los Reales Ejércitos, las tropas de la Corona de Castilla, o si se desea decirlo de manera menos eufemística, del Estado castellano[4], establecido de forma operativa en el siglo XIV. Se componían, teóricamente, de tres tipos de alistados, los mercenarios, la gente de las levas (mendigos, penados, etc., obligados a enrolarse) y los integrantes de las milicias provinciales, regidas por la legislación foral de cada territorio, e incluso por el derecho consuetudinario no escrito, lo que las convertía en muy difícilmente manejables por la corona. Esto en el limbo de la teorética institucional, pues en la práctica, cuando es promulgada la Novísima Recopilación, 1805, el 90% de los militares en activo eran voluntarios, esto es, mercenarios. En el periodo pre-liberal los ejércitos se levantaban para las guerras, sustentados en la recluta mercenaria, y al acabar éstas eran licenciados, de manera que en tiempos de paz no había aparato militar profesional, más allá de unas cuantas unidades castrenses que protegían a la familia real y unas escasas huestes asoldadas en fortalezas, presidios y buques de guerra. El primer cuartel se levantó en una fecha tan tardía como 1718, lo que es un dato bien expresivo, y las Reales Ordenanzas Militares de Carlos III, promulgadas en 1768, fueron, en esa fecha, más una declaración de intenciones que un cuerpo legal aplicado. Sólo se convirtieron en esto último tras 1812. El acuartelamiento de tropas en las ciudades no comenzó hasta 1840 y la Academia General Militar fue fundada en una fecha bastante próxima, 1884, todo lo cual muestra los progresos del militarismo bajo el orden liberal. Porque el liberalismo es eso, ante todo: militarismo y mentalidad policiaca represiva, represión, uso ilegítimo e inmoral de la fuerza, violencia y carnicerías.

En realidad, el ejército español, se formó indudablemente en la guerra contra Napoleón, hasta el punto que fue la institución que hegemonizó las cortes de Cádiz, junto con el clero católico, los integrantes del alto funcionariado civil (conocidos como golillas, casi todos abogados) y las plutocracias de la época. Su obrar en aquella contienda, tan sangrienta (se dice que el 10% de la población murió en ella, cifra espeluznante, que sitúa a Napoleón como uno de los peores genocidas de la historia, a él y a su acontecimiento impulsor, la revolución francesa, a él y a sus siervos peninsulares, los afrancesados), fue lamentable, indignante y vomitivo. No es un juicio arbitrario, basta con leer los comentarios que dejaron Wellington y otros altos oficiales del cuerpo expedicionario inglés sobre sus colegas españoles, a los que describen como una turba de cobardes e incompetentes, cuando no de criminales y traidores. Y eso eran, en efecto. Porque su principal problema no fueron los invasores napoleónicos sino la acción popular rural y urbana, es decir, la guerrilla[5] y las insurrecciones en ciudades y villas. Ellos odiaban todo eso, porque lo concebían como un atentado a su autoridad, de manera que en secreto hacían todo lo posible para que las tropas a su mando fueran diezmadas por los franceses en las batallas campales, para que la mortandad así acaecida debilitase a la masa popular combatiente.

Por ejemplo, en la batalla de Ocaña, en noviembre de 1809, los jefes militares españoles se concentraron pérfida y tortuosamente en hacer que sus propias tropas fueran no sólo derrotadas sino pasadas a cuchillo por los colonialistas franceses, para lo que desarrollaron comportamientos indecentes, que dejaron boquiabiertos a los ingleses, sus aliados. Generales españoles como Areizaga, el mega-traidor de la jornada terrible de Ocaña, Cuesta o Eguía se especializaron en actuar de tal modo que los franceses resultasen siempre vencedores. Todo esto ha sido ocultado por la historia oficial, profesoral, clasista, “patriota” (¡que infamia la del lenguaje académico!), salvajemente antipopular, entusiasta en su fuero interno de Napoleón, el Hombre Providencial coronado por el papa, adorado por los reyes Borbón, bendecido por la iglesia y favorecido por la inquisición[6].

Se presenta a la derrota de los imperiales en Bailén, julio de 1808, como una victoria de los militares profesionales españoles, cuando el ejército francés que allí se rindió había sido desgastado y derrotado de facto previamente por la acción armada popular, desde mucho antes del día en que se entregaron al general Castaños, otro traidor afrancesado. No se dice, por ejemplo, que en su marcha hacia Andalucía, los invasores chocaron con la insurrección de Valdepeñas, población cabecera del territorio que declaró la guerra a Napoleón, por ella y por toda su Tierra, y que su marcha norte/sur por La Mancha fue un infierno debido a los continuos ataques que padecían, realizados por grupos de civiles armados e incluso por individuos aislados, que disparaban sus fusiles y escopetas contra las columnas invasora para retirarse a escape y volver a hacer lo mismo un par de horas después, y así durante muchos días, ocasionando al enemigo un número tan elevado de muertos, heridos y daños que su situación llegó a ser insostenible.

Es más, la historiografía académica presente arteramente, según se ha refutado ya, a las guerrillas como bandas de unas pocas docenas de desarrapados, cuando llegaron a ser poderosas columnas combatientes formadas a menudo por cientos e incluso por miles de hombres en armas (y en algunos casos, también mujeres, que llegaron a ser diestras también en el combate a caballo, y no unas cuentas de ellas sino cientos), en ocasiones provistas también de artillería. Lo decisivo era su moral de combate, tan escasa o incluso inexistente en la oficialidad del ejército español, de manera que infringían bajas y más bajas al invasor. Se calcula que 100 muertos diarios, pero esa cantidad es inferior a la real, que probablemente sea el doble, a la que hay que sumar los heridos en combate, unos 1.500 cada día, los enfermos (debidos al corte de suministros y auxilios durante semanas e incluso meses a las tropas “gabachas”) otros tantos, y las muchas docenas de unidades militares francesas empantanadas en servicios de guarnición, protección de correos, etc. Por eso el “genio de la guerra”, Napoleón, tras su tan fugaz como teatral e inefectiva entrada en Iberia en el invierno de 1808, nunca quiso volver porque comprendió que la campaña peninsular no podía ser ganada por él ni por sus tropas, de manera que ideó una salida esencialmente escapista, la necia empresa de Rusia, en alguna medida para tapar el pánico y la impotencia que la guerra popular de los pueblos ibéricos[7] le ocasionaba[8].

La revolución liberal española, 1812-1874, tuvo como sujeto agente al ejército español, que en esos años realizó una carnicería continuada. En ello reside el meollo de dicha revolución, funesta y negativa, verdadera antirrevolución, al tener como referencia a la antipopular y patibularia revolución francesa. Cálculos complejos, sin duda sólo aproximativos y por ello necesitados de sistematizaciones analíticas y contables posteriores, sitúan en unos 4 millones de personas las asesinadas entonces por el ejército español, para imponer los dogmas, leyes e instituciones liberales, a una población que, con sensatez y clarividencia, los rechazaba, porque eran, en primer lugar y ante todo, un atentado fundamental a sus libertad/libertades, en consecuencia, a la esencia concreta humana. Ciertamente, son 4 millones de cadáveres en los 62 años de vigencia de dicha revolución/contrarrevolución, pero aun así la cifra es estremecedora. Tal mortandad se aceleró de manera notable cuando fue creada la Guardia Civil, en 1844, un cuerpo policial con estatuto militar (situación mantenida hasta hoy día), algo inaudito y estremecedor, que manifiesta qué es el liberalismo una ideología política militarista y policiaca, que sitúa al ejército y a la policía en el centro de la vida social mientras perora sin tregua sobre “La Libertad”, esto es, en pro de la libertad para despojar a la comunidad popular de los bienes comunales, por ejemplo. Libertad del Estado y de los ricos, que es no-libertad del pueblo y los pueblos. La Guardia Civil fue (y es) una máquina represiva descomunal, pero su antecedente, la Milicia Nacional, creada en Cádiz, no se quedó atrás, pues los testimonios imparciales nos la muestras como una horda de ladrones, violadores, torturadores, verdugos y asesinos.

El peor de todos los que de ese modo deben ser calificados fue el general Espartero, el espadón liberal por excelencia. Baldomero Espartero (1793-1879) es el genocida primero y principal de la revolución liberal española, según expongo en mi libro “La democracia y el triunfo del Estado”. Como general en jefe del ejército liberal en la primera guerra carlista, no hubo excesos sangrientos y terribles que no cometiera, especialmente en el solar de los bagaudas, Euskal Herria, en Navarra y Vizcaya sobre todo. Anteriormente, estuvo en Cádiz cuando las Cortes aciagas por liberticidas y humanicidas, y actuó como militar en la guerra anti napoleónica, trabajando afanosamente para promover en la sombra el triunfo del imperialismo francés y desarticular la guerra popular revolucionaria de la guerrilla rurales y las insurrecciones de las ciudades (Zaragoza, Madrid, Girona, etc.). Hasta sus apologetas le censuran la “crueldad” como se desempeñó siempre, así que ¡cómo sería el espadón! De los ríos de sangre que derramó ha salido el capitalismo actual, el “libre mercado” (¡que ignominia de expresión!) y demás zarandajas verbales de los defensores de la riqueza concentrada y de los ricos. Su militarismo y barbarie son los fundamentos del poder del capital en España. Él mismo terminó sus días siendo un adinerado burgués, lo que algunos explican desde la herencia recibida por su esposa, pero lo cierto es que todos los matones liberales se hicieron muy ricos, y Espartero, primer verdugo del constitucionalismo español, no iba a ser menos.

En consecuencia, podemos concluir que el ejército español ha sido eficacísimo en masacrar a su propio pueblo, pero del todo incompetente y nulo cuando ha tenido que enfrentarse a ejércitos extranjeros con el apropiado equipo, armamento, doctrina militar y entrenamiento, ante los que ha capitulado de manera pasmosamente cobarde y falta de honorabilidad, e incluso algo peor. Un caso formidable de esto último son las operaciones de guerra en Cuba y Filipinas en 1898.

Una reflexión última es que el ejército español, creado en 1812, tuvo por misión destruir los logros de la revolución altomedieval hispana, que se inicia con el alzamiento armado y la posterior guerra bagauda, de trece años (441-154), principalmente vascona. Todos los logros, todos, entre ellos la descentralización que es expresión de libertad, democracia directa y participación del pueblo, por sí y no por “representantes”, en las tareas de gobierno y de dirección de la actividad económica.  Una manifestación de ello es el alzamiento y la guerra cantonal de 1873-1874, que se oponía al centralismo madrileño, al despojo de toda la soberanía a los territorios con comunidad de gobierno, lengua, historia y cultura, así como a los municipios. No se puede decir que el movimiento cantonal, republicano, progresista y radical, sea anacrónico y “reaccionario”, como se afirma del carlismo, pero fue la I república española, con el farsante y patibulario Pi i Margall (el ideólogo más importante del republicanismo en esa centuria) al frente, la que se ocupó de reprimirlo, valiéndose de una ferocidad que estremece[9]. En esta atroz tarea represiva, de matarifes, el ejército español se degrada y encanalla, convirtiéndose en un “cuerpo enfermo”, en un saco inmenso de vicios y maldades, de incompetencias y negaciones, de ahí que en todas las guerras que ha participados contra fuerzas militares parejas (e incluso mucho menos fuertes sobre el papel) foráneas haya tenido un desempeño vergonzoso.

Nuestra revolución popular altomedieval explica por sí misma los elementos decisivos de nuestra historia, los mejores. Primero, la derrota completa del imperialismo musulmán, lo que origina su retroceso y decadencia a nivel planetario. Segundo la resistencia popular al imperialismo napoleónico, caso inédito y excepcional en toda Europa, pues en ella sólo pueblos ibéricos resistieron y combatieron al tirano galo. A él y a los traidores locales, en primer lugar, el ejército profesional español. Explicar el porqué de tan decisivo acontecimiento, a escala europea y por tanto mundial, está por hacer, para la historiografía oficial, que se aferra a la necedad ilimitada del “patriotismo”[10]. Tercero, la guerra civil, 1936-1939, que se desencadena y comienza por la demanda de los bienes comunales, pueblo a pueblo y aldea a aldea, contra el Frente Popular y contra el Estado expoliador en la primavera de 1936, asunto enteramente falsificado por la historiografía, que lo presente como un momento extremo del enfrentamiento izquierdas/derechas, o antifascismo/fascismo, o sea, mera politiquería. Estos tres grandes episodios históricos responden a una misma cosmovisión generatriz, el ímpetu por la libertad, la comunidad de bienes, la calidad de la persona y la hermandad que desencadenó la revolución altomedieval hispana. Que ésta sea no simplemente tergiversada sino rigurosamente ocultada y negada por la ortodoxia muestra hasta dónde se puede llegar cuando los intereses clasistas de las élites mandantes lo exigen.

Pertenecemos, por tanto, al País Bagauda, y eso ha ido determinando de forma decisiva nuestra historia y nuestro presente. Somos eso y más, el País del Monacato Cristiano Revolucionario. De la suma de lo uno y lo otro resulta la historia real de las comunidades populares de los pueblos ibéricos, diferente a la historia institucional, ayer de reyes, princesas y señores, hoy de políticos, plutócratas y altos funcionarios.

 Empero, los procesos en curso de aculturación y aniquilación de nuestra esencia plural-concreta, de autoodio y vergüenza de sí, de imposición de subculturas foráneas y lenguas ajenas, de racismo antiblanco y sentimientos de culpa histórica, de prohibición de la masculinidad y trituración de la feminidad, están destruyendo lo bagauda magnífico, épico y heroico en nosotros. El franquismo desempeño en esa miserable tarea una función decisiva, explicable porque ante todo fue una dictadura militar, una tiranía del ejército español, con Franco como general primero, como generalísimo. Eso es mucho más decisivo que la forma fascista que adoptó ese régimen. Luego, el sistema parlamentario, progresista e izquierdista, ordenado por la Constitución Española de 1978, ha llevado hasta sus últimas consecuencias la tarea que Franco y sus generales felones efectuaron a sangre y fuego, hasta perpetrar un genocidio cultural que nos ha convertido en criaturas asombrosamente aculturadas y llenas de odio hacia sí mismas. Pero eso tiene solución: repetir la revolución bagauda en las condiciones del siglo XXI, para volver a ser lo que somos.

 

España frente a EEUU en Cuba y Filipinas

La fábula más patrañera sobre está guerra sostiene que España fue derrotado debido a su neta inferioridad militar y tecnológica. Se arguye que los buques españoles eran de inferior calidad y prestaciones, lo mismo que su artillería, de modo que estaba destinados a ser vencidos. Que esto no sea cierto es una verdad obvia que se impide sea conocida por el gran público, pues por sí misma abre un interrogante sobre las verdaderas causas del desastre. Tampoco puede achacarse, en lo principal, a la impericia de los mandos españoles, que no fue mayor que la de sus rivales yanquis, bastante estólidos. Un estudio atento de los acontecimientos permite alcanzar una conclusión: fueron tantos y de tanta importancia los errores, fallos y desaciertos de los jefes militares españoles que es imposible admitir que surgieran de la buena fe y de la mera incompetencia. Tuvo que habar algo más que estupidez, cobardía, irresponsabilidad, ceguera e indignidad. Muchísimo más

Tras consultar diversos textos sobre tales acontecimientos, me he decidido a seguir la descripción y el estudio que de ellos ofrece Agustín R. Rodríguez en el libro “Operaciones de la guerra de 1898. Una revisión crítica”. En él lo aviesamente efectuados por los jefazos militares españoles son “errores” bienintencionados, aunque al ser tantos y tan graves resulte imposible admitir dicha calificación, pero lo importante es que en la parte fáctica Rodríguez se atiene a las fuentes documentales con suficiente rigor.

Antes de entrar en materia deseo exponer que apoyo sin restricciones las luchas de los pueblos de Cuba y Filipinas contra el colonialismo español, de manera que no defiendo a éste. Me limito a estudiar la guerra entre las dos potencias imperialista, EEUU y España, desde una perspectiva exclusivamente militar, fijando mi atención, sobre todo y como es lógico, en España. Añado, asimismo, que el triunfo e EEUU fue terrible para aquellos pueblos, por ejemplo, para las clases populares de Filipinas que, en defensa de su libertad y soberanía, tuvieron que librar una guerra muy sangrienta contra Estados Unidos, una vez que este país quedo triunfante, en 1899-1902. Lo mismo, aunque de otro modo, para el querido pueblo cubano.

Al hacer el balance de las flotas enfrentadas, en Cuba y en Filipinas, es arduo concluir cuál de ellas era más moderna y eficiente, si se consideran todos los factores, pues en ciertos aspectos los yanquis prevalecían, mientras que en otros estaban en inferioridad de condiciones en relación con la escuadra española. Esta descollaba, por señalar un aspecto, por la instalación generalizada en sus buques de un arma muy novedosa, los torpedos, que estaba escasamente incorporada a los de EEUU. Además, los navíos españoles eran más rápidos que los de su oponente, y así en varios aspectos más. En un balance de conjunto, el crucero acorazado “Cristóbal Colón” era, por ejemplo, el mejor de ambas flotas en ese tipo de buques, lo que no sirvió de nada a la hora del choque. De manera que el resultado final de la lucha quedaba, a priori, determinado no por los componentes tecnológico y materiales sino por la estrategia, los modos de actuación, la épica bélica, el espíritu de sacrificio y la voluntad de vencer. Todo ello faltó casi del todo en la escuadra española, que actuó de manera derrotista, torpe y deshonrosa, si no directamente entregada a la traición, desde el primer día. En Filipinas igual que en Cuba, o incluso peor.

El mando español no empleó un elemento de combate en que tenía hegemonía total, las baterías de costa por citar un elemento concreto, que en Cuba fueron escasamente utilizadas y en Filipinas olvidadas casi al completo. Si se hubiera combinado el fuego de los buques con el de la artillería de tierra la armada yanqui difícilmente habría triunfado, o lo habría hecho con un costo en buques y hombres exorbitantes. Algo similar se puede decir de las minas marítimas, pues las españolas ¡fallaron en todos los casos!, al cien por cien, un hecho imposible de explicar desde causas fortuitas. Si hubieran estado en condiciones habrían infringido un daño enorme a sus enemigos. No es posible admitir, hay que repetirlo, que esto sea casual, accidental o motivado por errores bienintencionados, pues tales artefactos habían sido probados con anterioridad al choque armado, y habían ofrecido mejores rendimientos, así que, ¿qué o quién, y por qué, las hizo fallar, no detonar, siempre y en todos los casos? En el armamento individual, la prevalencia española era neta y concluyente, pues el fusil Mauser resultaba netamente superior al vetusto Springfield de los imperialistas USA, preponderancia tecnológica que no supieron y, muy probablemente, no quisieron utilizar los jefes militares españoles, ni en las operaciones en tierra ni tampoco en algunos episodios del combate en el mar.

Para tapar la traidora actuación de los mandos castrenses españoles se acudió a todo, también a la jerga racista sobre “los decadentes latinos”, repugnante sandez que la conocida como “generación del 98” utilizó despiadadamente para provocar sentimiento de vergüenza de sí y autoodio en la población peninsular. Tal “generación”, de un nivel intelectual nulo y de un nivel moral por debajo de cero, fue utilizada por las instituciones del Estado para demoler la autoconfianza de los pueblos ibéricos, a los que se permitieron insultar, calumniar y escupir impunemente durante años y años, a fin de hacerlos dóciles y manejables al poder constituido. Según esos intelectuales sin intelecto, la responsabilidad de lo acaecido era del “atraso español”, esto es, de la supuesta incapacidad congénita, con base racial, de los pueblos peninsulares, pero no de la traición de los jefes militares españoles. El asunto de “la generación del 98” clama al cielo, pues pocas veces una sección de intelectuales ignorantes, inmorales y charlatanes, ha sido deificado hasta un punto y grado tales.

Al estudiar las operaciones bélicas, la expresión que se repite monótonamente en el libro de Rodríguez, antes citado, resulta ser “es difícil comprender como”, o “es difícil comprender que”, al enjuiciar las decisiones que fueron tomando los jefes españoles. Así es. La causa es que la gran mayoría, por no decir todas ellas, iban dirigidas, de facto, a lograr la derrota y aniquilación de las fuerzas combatientes a sus órdenes… igual que sucedió en la guerra contra el emperador Napoleón I, 1808-1814. Es más, Pascual Cervera, el jefe de la escuadra española en Cuba, cuando le pareció oportuno, desobedeció impunemente órdenes más razonables, en lo castrense, que le llegaban desde Madrid. El libro citado tilda a las órdenes de Cervera de simplemente “derrotistas”, pero ¿no había más que eso, el “pesimista” estado de ánimo de su jefe? Es más, algunos de los mejores buques del contingente español permanecieron averiados, incomprensiblemente, durante toda la guerra, otros tenían deficiencias de importancia en su artillería que nadie se ocupó de subsanar, y unos terceros recibieron municiones que eran defectuosas y además peligrosas de utilizar. Además, la escasez de municiones fue sí no podían vencer. En cuanto al ejército de tierra, el soldado carecía de lo más necesario, sencillamente porque los oficiales lo robaban todo, como expone Santiago Ramón y Cajal en sus memorias sobre cuando fue médico militar en Cuba. Él, un patriota español pero, a pesar de ello, un hombre honrado e íntegro, ofrece una versión tremenda, demoledora, de la completa inmoralidad, mentalidad de rapiña y filibusterismo de los jefes y oficiales del “glorioso ejército de España”.

Cuando el almirante Cervera hace que la escuadra se confine y encierre en Santiago, en vez de permanecer en mar abierta para combatir, manifiesta una falta completa de orientación estratégica. Para esas fechas el gobierno de EEUU temía que sus costas y puertos fueses atacados por los buques españoles, tomando importantes medidas de protección… que fueron levantadas una vez que se supo que aquellos estaban estúpidamente atrapados, por propia decisión, en una ratonera. Pero si infame fue el encerrar allí a la flota, más infame resultó, si cabe, hacer salir, unas semanas después, a los navíos de uno en uno, para que sirvieran de blancos perfectos a la flota USA. Aunque algunos de los jefes de la escuadra propusieron a Cervera escapar de la ratonera todos a una en una noche sin luna, éste desestimó el proyecto. Incluso la manera de salir, uno tras otro, siguiendo una misma singladura, era la ideal para que los buques USA les fueran acribillando a cada uno de ellos. Los navíos españoles, al sentirse alcanzados, fueron embarrancados por sus jefes, lo que es otra vileza, pues casi ninguno tenía impactos decisivos, de manera que debía haberse lanzado contra la flota yanqui, con el fin de hacerla pagar cara su victoria y, además, para proteger en alguna medida a los desventurados barcos que marchaban detrás de ellos al matadero, emergiendo por la bahía-desfiladero de Santiago[11].

En Filipinas, la dirección estratégica instituida por el contraalmirante Patricio Montojo fue, si ello es posible, todavía más incomprensible, por cobarde, lunática, traidora y derrotista. En el combate naval de Cavite, la escuadra de EEUU tampoco poseía superioridad estratégica decisiva sobre la española, al estar constituida por algunos buques muy modernos (aunque no mucho más que la media de los españoles), pero también por otros que era cascarones de madera armados con vetustos cañones de avancarga… Si se considera el conjunto formado por buques, baterías costeras y minas navales, la fuerza española era suficiente para no sólo rechazar sino además infringir daños considerables a la escuadra USA. También en este teatro de operaciones, una parte notable de los buques españoles y de su artillería estaban inservibles y fuera de servicio en los días del enfrentamiento, nadie logra explicar por qué. Una vez más, el libro citado, se concentra en calificar -gratuitamente- de simplemente “errores” a las decisiones que va adoptando Montojo, enfoque que lleva a plantear la pregunta, ¿cómo explicar que el contraalmirante español en Filipinas fuera un sujeto tan rematadamente estúpido?

Lo que aconteció en Cavite suscita estupor. Tras un tiempo de intercambio de fuego entre las dos escuadras, en la que ciertamente los españoles sufrieron un castigo mayor, debido a que el mando español no quiso utilizar al máximo el potencial de fuego de las baterías de costa, a que se sirvió de minas en todos los casos inútiles y a que no utilizó su superioridad torpedera, acontece que Montojo y su estado mayor, tras recibir su navío unos impactos artilleros no concluyentes, lo abandonan, ¡dirigiéndose a tierra y desembarcando, para marchar a escape hacia Manila! Este descomunal acto de indecencia y pusilanimidad, de huida e indignidad, origina desconcierto en toda la escuadra, que comienza flaquear, al verse abandonada por su jefe, de manera que el pánico se apodera de las tripulaciones de los barcos, que renuncian al combate, unos para desbandarse y otros para ser hundidos por sus tripulaciones, acto éste gratuito y miserable. Perdida la flota, Filipinas no podía mantenerse. Un detalle tremendo es que Montojo y su banda de traidores y cobardes entregan a los USA el arsenal “prácticamente intacto”, enfatiza el libro citado, cuando antes de la batalla adujeron que no había munición suficiente para que las baterías de tierra hostigasen al enemigo con un número elevado de disparos y descargas…

Hecho Cervera prisionero en Cuba, tuvo un comportamiento execrable con sus captores yanquis, ante los que se humilló y aduló sin tasa, hasta degradarse a perseverante lameculos de sus vencedores. Por supuesto, ni él ni Montojo, una vez liberados, padecieron ninguna sanción por su indigno actuar. Al contrario, siguieron recibiendo honores, medallas y empleos muy bien remunerados, hasta el final de sus días. Todo ello es asombroso e incluso increíble[12].

Si escrutamos con voluntad de verdad la guerra de Marruecos, encontramos una actuación similar de los altos mandos del ejército español. Es apropiado seguir la descripción y análisis de la batalla (si es que se puede llamar así a una carnicería) de Annual, en 1921, que ofrece Geoffrey Regan en “Historia de la incompetencia militar”. En ella “nuestro” ejército colonial, con 26.000 efectivos, se enfrentó a las fuerzas rifeñas bereberes, formadas por unos 4.000 hombres. Lo que, en principio, parecía una victoria segura. degeneró en una matanza de las tropas españolas, siendo en esta ocasión el general Fernández Silvestre el muy incompetente pretoriano en ejercicio. El desarrollo de los acontecimientos fue breve, sorprendente y rápido. Tras algunas operaciones ofensivas efectuadas al buen tuntún, el ejército español es dominado por el pánico al observar que el enemigo está pasando a la contraofensiva y se entrega a una huida desordenada y enloquecida, que permite a los patriotas rifeños matar a placer y sin riesgo a los desbandados, hasta el punto que perecieron 19.000 de los 26.000 efectivos iniciales, perdiéndose además cantidades enormes de armamento y pertrechos. Hablando de armamento, así como de municiones, el principal abastecedor de tal a los rifeños era… la oficialidad española, que lo robaba todo y lo vendía todo.

El autor del libro mencionado, Regan, cita una y otra vez la colosal corrupción que existía en el ejército español, donde los oficiales lo robaban todo, absolutamente todo. Pero no comprende cuál era el meollo del problema, el núcleo decisivo. A mi entender estaba en el enfrentamiento integral y cotidiano existente entre oficiales y tropa, a causa de la actuación execrable del ejército y el resto del Estado español en lo que ellos denominan “España”. El soldado medio aborrecía con furor a un ejército/Estado que le había despojado del comunal, le obligaba a ingresar impuestos exorbitantes, le molía a palos con la Guardia Civil y se negaba a reconocer sus formas ancestrales de autogobierno, centradas en el concejo abierto. En consecuencia, los oficiales en bastantes ocasiones, no eran seguidos ni obedecidos por la tropa, y además padecían ataques de ésta, regularmente[13]. En efecto, sólo un antagonismo de esta naturaleza, que se elevó a un máximo en la situación bélica descrita, puede explicar la absoluta ineptitud del ejército español en Annual. Como es sabido, hubo quienes -muy pocos- comprendían esta cuestión (ignorada por todos los historiadores institucionales), en primer lugar, Joaquín Costa[14], que quiso ponen freno al proceso desamortizador para unir al pueblo, entonces muy principalmente rural, con el Estado, lo que permitiría, según su razonamiento, disponer de soldados disciplinados, motivados y combativos… además de tributantes de impuestos menos hostiles.

La naturaleza del ejército en Marruecos está bien descrita por quienes conocieron la situación desde dentro, al estar integrados en el aparato bélico. De entre los diversos testimonios disponibles, destacaré dos, “Trayectoria. Memorias de un militar republicano”, de Antonio Cordón García y “La forja de un rebelde”, de Antonio Barea. Ambos coinciden en que los oficiales y jefes vivían para el prostíbulo, el garito de juego y el alcohol, donde gastaban sus pagas y, sobre todo, lo que conseguían a través del pillaje de los recursos militares, en lo que era una corrupción sin límites. Es grotesco que el “glorioso ejército español” no lograse dominar nunca por sí mismo el pequeño trocito de Marruecos que los manejos de las potencias mayores europeas le había asignado, y que necesitase la decisiva intervención francesa en el desembarco de Alhucemas, en 1926, para conseguirlo.

Hay que continuar haciéndose preguntas, hasta comprender qué había originado un ejército completamente abyecto, más parecido a una horda de facinerosos cobardes, criminales y expoliadores que un aparato militar mínimamente efectivo. La causa última es su función de ejército-policía, destinado a la represión de los pueblos ibéricos durante el largo periodo de la revolución liberal, 1812-1874, lo que entre otras muchas anomalías y aberraciones le convirtió en una organización donde había una proporción desorbitada de oficiales, pues estos estaban más preocupados por defenderse de sus soldados que de cualquier otra cuestión[15]. El ejercicio despiadado de la violencia contra sus “propio” pueblo, el estar habitualmente enredados en enfrentamientos y matanzas de civiles, degradó, embruteció y desmoralizó al ejército español, privándole de los mínimos atributos necesarios para aparecer con, al menos, una cierta apariencia de decencia, eficiencia y honorabilidad en las guerras exteriores. Por eso en las guerras contra el enemigo exterior sus jefes sólo tenían dos metas: 1) rapiñar todo lo posible, 2) salir indemnes, sobrevivir eludiendo el combate[16]. Lo suyo era triturar al enemigo interior, y lo era desde sus orígenes en 1812.

En el fondo de todo ello hay muchísimo más, un hedonismo vicioso y perverso, una molicie decadente y degradante[17], en tanto que cosmovisión secular de los jefes militares pre-españoles, desde los tiempos de Felipe II, y españoles, hasta el día de hoy. Después del episodio de la Contra Armada[18], la gran derrota naval de Inglaterra en 1589 por las fuerzas navales de la Corona de Castilla, la estrategia que se escoge para defender Las Indias, es decir, el imperio oceánico castellano, es la de defensiva estratégica a ultranza. Ésta ponía el acento en la construcción de fortalezas de protección en ciudades y puntos decisivos de las colonias, dejando las operaciones marítimas como componente secundario y también defensivo, pues se trataba de hacer llegar a Europa las flotas cargadas con los tesoros metalíferos americanos. En consecuencia, nunca se propuso como doctrina estratégica lo único que podía resolver los problemas con Inglaterra, una línea operativa asentada en el combate directo, encaminada a buscar a la armada inglesa, derrotarla y destruirla. Por el contrario, los ingleses jamás se echaron a dormir plácidamente la siesta al amparo de los gruesos muros de sus fortificaciones, baluartes y ciudadelas, sino que siglo tras siglo estuvieron en el mar, combatiendo y destruyendo la fuerza combatiente de sus enemigos, la Corona de Castilla en primer lugar. Cuando levantaron bastiones y murallas artilladas lo hicieron como elemento auxiliar y complementario de sus flotas, lo que difiere radicalmente de la doctrina militar estatal-castellana. Esto exigía una cosmovisión opuesta a la de los ejércitos y armadas pre-españolas, cuya esencia era la voluntad de sacrificio, la admisión del esfuerzo, el gusto por lo rudo, doloroso, incómodo y difícil, pues sin estos principios y valores la guerra marítima no puede mantenerse. Así pues, mientras los ingleses padecían en sus buques, los pre-españoles disfrutaban en sus fortificaciones y palacios, de modo que es fácil adivinar quién ganó y quien perdió finalmente. En consecuencia, podemos concluir que los disvalores propios del ejército español, tal y como se han formado durante siglos, son el hedonismo, la pereza, la codicia, el espíritu de rapiña, la inmoralidad, el deshonor, la cobardía ante un enemigo bien pertrechado y la crueldad extrema para con los pueblos de la península ibérica, en tanto que ejército-policía al servicio del Estado y de las clases ricas, explotadoras y parasitarias.

En un análisis de largo alcance, hay que sostener, y denunciar, que el ejército español fue la fuerza principal en la tarea de destruir, demoler y revertir los enormes logros de la revolución popular altomedieval, la revolución bagauda en el caso de los pueblos peninsulares. Por medio de una violencia extrema, a través de sucesivas matanzas y carnicerías, el ejército español, y sus brazos policiales, la Guardia Civil en primer lugar, fueron recuperando y reconstruyendo el poder tiránico de las diversas elites organizadas en el Estado de España. Y eso sigue siendo así hoy también.

 

Hacia una explicación plausible de las causas del “desastre” en Cuba y Filipinas

Como es conocido, uno de los más sangrientos y liberticidas espadones decimonónicos, el general Prim, aprovechó la actividad desamortizadora civil y sus habilidades expoliadoras para hacerse con una gran hacienda, un inmenso latifundio en los Montes de Toledo, que se extendía por miles de hectáreas. No conozco los pormenores del asunto, en concreto el precio que abonó, pero sí estoy seguro que sólo con su paga no podría haberlo logrado, de modo que lo sustancial de la inversión tuvo que proceder de la corrupción, la confiscación y el expolio, que son las fuentes principales de ingresos de los militares.

Pasemos ya a un caso vergonzoso en grado superlativo, vomitivo, espeluznante, analizado por Ángel Viñas en “Sobornos. De cómo Churchill y March compraron a los generales de Franco”[19].  En el presente los hechos no pueden ser puestos en duda, pues han sido desclasificados en Inglaterra los documentos del Foreing Office que son probatorios. Los acontecimientos son escuetos: puesto que el gobierno inglés temía que España entrase en guerra al lado de Alemania e Italia en el verano de 1940, resolvió evitarlo comprando a los generales más importantes de Franco, y a éste indirectamente (a través de Nicolas Franco, conocido como el “Hermanísimo” del Caudillo), con una suma enorme, teniendo al pirata financiero Juan March como agente ejecutor de los pagos, y a los bancos suizos como las entidades que realizaron el depósito y transferencia de fondos. Los generales que pusieron la mano y atraparon la parte que les correspondió de la montaña de dólares son los peores carniceros y matarifes de nuestra guerra civil: el bilaureado Varela, Aranda (el verdugo de Oviedo), Kíndelan, Galarza, Queipo de Llano (el matarife de Sevilla), Martín Alonso, Muñoz Grandes (este sujeto muy probablemente cobró también de los alemanes, pues un tiempo después fue condecorado por el mismo Hitler), Orgaz, Asensio, etc., sin olvidar al mismísimo Franco, y así hasta treinta espadones fascistas ¡Qué asco! Los super-patriotas[20] franquista resulta que eran… ¡¡unas rameras complacientes que, como diría Beato de Liébana, fornicaban con Inglaterra!! Cogían dinero de los ingleses y al mismo tiempo rapiñaban cuanto podían en el interior del país, conforme a la tradición castrense española de quedarse con todo[21]. Tales prostitutas fueron responsables de 400.000 muertes en la guerra civil y de 80.000 en la postguerra.

Pues bien, no es descartable que, en los pasmosos y estupefacientes acontecimientos antes descritos, los referidos a Cuba y Filipinas, la cuestión de fondo sea también la compra dineraria y mercantil de los altos mandos de la armada española, Cervera y Montojo junto con sus respectivos estados mayores, por el gobierno de EEUU. Porque si los espadones españoles de 1940 recibieron sustanciosas sumas en dólares desde Inglaterra, ¿por qué no es pensable, y probable, que eso mismo hicieran los espadones de 1898, esta vez provenientes de EEUU? Mi propuesta es que se replantee toda la investigación sobre el “desastre del 98” a partir de esta hipótesis, comenzando por un nuevo rastreo de las fuentes de documentación, sobre todo en Estados Unidos. A ver qué resulta… Porque, o eran unas rameras de lo más crápula o eran unos cretinos absolutos, con un grado de inteligencia muy inferior al mínimo, y esto último es difícil de aceptar. De modo que yo me inclino por la primera explicación causal.

 

El armamento general del pueblo

El fundamento de toda soberanía es la fuerza, porque el poder surge del fusil. Esta verdad palmaria e indudable, nos guste o no, es negada por algunos hipócritas, pero nadie puede refutarla. La soberanía popular tiene que sustentarse, en consecuencia, sobre el ARMAMENTO GENERAL DEL PUEBLO. La Constitución USA de 1787 lo recoge en una de sus enmiendas, que probablemente esté inspirada en la experiencia y desempeño de nuestras milicias concejiles medievales. Pero el pueblo en armas de la legislación de EEUU ha ido modificando su significación y naturaleza con el transcurso del tiempo. Inicialmente era la realización básica y medular de la soberanía popular. Después, se redujo a la prerrogativa del pueblo a controlar activamente a “su” gobierno y, si era necesario, a ejercer el conocido como “derecho a la insurrección” contra sus injusticias. Siguió descendiendo y degenerando, hasta transformarse en un procedimiento para defenderse de los maleantes, protegiendo lo propio. Y hoy es poco más que un artificio hobbesiano para tirotearse con los vecinos. Pero en su expresión original y genuina fue el fundamento mismo de la democracia popular, de la libertad auténtica para las clases trabajadoras y modestas en EEUU.

Según la pervertida ciencia política actual, la libertad del pueblo la garantiza el Estado, por medio de sus aparatos coercitivos, el ejército, la policía y el poder judicial. Pero, ¿por qué el Estado ha de garantizar la libertad al pueblo?, ¿qué beneficios extrae de ello? Él se sirve a sí mismo, y a nadie más, pues busca y realiza su propio bien, maximizando su libertad… a costa de la libertad de la gente común, tal es el significado de la razón de Estado. Como medra a costa de ésta, a la que saquea, expolia y explota con los tributos y las cargas fiscales, vigoriza interminablemente sus instrumentos para el ejercicio de la violencia. Y mantiene desarmado al pueblo, para hacer de él una masa inerme y sometida.

En consecuencia, el ejército español tiene que desaparecer, si se desea que en Iberia hay libertad para el pueblo y democracia auténtica, no la parodia repulsiva que padecemos, democracia directa y no “democracia” representativa. Sus poco más de doscientos años de historia son tan lastimosos e indignos que no merece respeto. Lo mismo cabe decir de la Guardia Civil, que es una policía militarizada, hoy devenida un “Estado dentro del Estado”, la cual efectuó lo esencial de la carnicería durante la primavera de 1936, cumpliendo órdenes del ominoso Frente Popular, entonces en el gobierno. Luego se convirtió en el principal brazo armado del franquismo[22].

Las funciones de autodefensa popular las tiene que cumplir EL PUEBLO EN ARMAS. Ello es necesario y en consecuencia posible. Los ejércitos profesionales son precisos e ineludibles para las guerras de agresión, imperialistas, de conquista, en el exterior, y también para el ejercicio de la violencia contra el propio pueblo en el interior. Pero si se renuncia a ellas, a las unas y a las otras, no son necesarios. El pueblo ha de cumplir por sí mismo todas las funciones propias de su soberanía, sin delegar en cuerpos especializados en el ejercicio de la violencia que, sólo por ello, se convierten en sus dominadores y sus verdugos. El pueblo, la gente no especializada, que tiene sus trabajos y vive del propio quehacer productivo, debe aprender el uso de las armas, de todas las armas, no sólo de las portátiles individuales sino también de las más complejas, adiestrarse en ello y estar siempre disponible para ir al combate por su libertad.

La distinción clásica entre guerras justas y guerras injustas, violencia justa y violencia injusta, conserva hoy más fuerza y pertinencia que nunca.

Lo propio de la modernidad es el progreso acelerado de todos los aparatos de intimidación, represión, guerra y dominación: tal es la concreción práctica de la tan célebre como desafortunada “teoría del progreso”, pues los hechos históricos muestran que lo que más progresa son los cuerpos militares y armados del Estado. Crecen en eficacia y costes económicos los ejércitos, incorporando cada vez instrumentos de destrucción y exterminio. Prosperan las industrias y factorías del complejo militar-industrial. Suben en lo numérico los cuerpos policiales, que cada vez son más y con más agentes cada uno. Engordan las organizaciones “de seguridad” de las grandes empresas transnacionales, devenidos ya en verdaderas mesnadas de un feudalismo de nuevo tipo, gran-capitalista. Prosperan las empresas privadas que ofrecen seguridad. Se multiplican los grupos parapoliciales (nuevos falangistas, neonazis, antifas, feminazis, “patriotas”, etc.) financiados, organizados, entrenados y armados por las agencias militares gubernamentales.

En 1778 Kant publicó “Sobre la paz perpetua” pero, ¿es posible una paz permanente, eterna? No, y si no es posible no es deseable, salvo como frívolo ejercicio mental. El motivo de ello reside en la naturaleza misma de la libertad. Para cada ser humano, la libertad, la propia libertad, puede realizarse de dos modos antagónicos, uniéndose a los otros para mantener la libertad, o sometiendo a los otros para lograr la libertad absoluta del tirano. En consecuencia, esta bifurcación inherente a la libertad introduce en cada ser humano, o al menos en una parte de ellos, una proclividad a conseguir ser rotundamente libre erigiéndose, si puede, en tirano. Frente a esto, la libertad, lejos de ser una adquisición perpetua es solamente una disposición militante cotidiana, un batallar sin final por la libertad, un estar alerta siempre contra los tiranos, los otros, y también uno mismo, si la propia eticidad y voluntad interior de bien no lo impide. Así pues, resulta que de la existencia social misma emanan permanentemente pulsiones liberticidas, ansias totalitarias, deseos de someter al otro y a los otros para erigirse en El Único Absolutamente Libre, en el Tirano Todopoderoso. Ello se manifiesta en, sin ir más lejos, la “filosofía” de Nietzsche, ese delirio cutre y fascista para necios. Y eso sólo puede ser evitado con una vigilancia permanente. Y, además, con un dominio de los instrumentos apropiados para mantener y proteger la libertad del pueblo, las armas.

El modo de existencia de la libertad es, en concreto, que siempre está en peligro y es inestable. Ello es inherente a la condición humana y no puede ser evitado, salvo con la vigilancia permanente y la movilización constante del sujeto de virtud cívica, en pro de la libertad.

En consecuencia, más allá de ñoñeces buenistas y pacifistas, siempre hipócritas, se necesita que el pueblo esté armado a perpetuidad, para defender la libertad. Porque éste, por naturaleza, es y será siempre insegura y problemática. Su esencia es combate por la libertad, no libertad lograda, segura, perfecta. No. Y todo combate decisivo, en definitiva, es enfrentamiento armado.

Algunos opinan que eso pudo ser verdad en el pasado, cuando el armamento de los ejércitos en poco se diferenciaba del que tenía el sujeto civil común, él y sus pares, en casa. Hoy, aducen, las armas modernas son de una enorme complejidad, de modo que su utilización exige un aprendizaje largo y perseverante incompatible con el soldado no-profesional, con el individuo popular en armas, devenido por ello mera figura romántica. Pero, todo tiene doble naturaleza, de manera que la fortaleza es la otra cara de la debilidad. El equipo y armamento militar contemporáneo es complejo, por tanto, carísimo, así pues, necesitado de estructurar coercitivamente a toda la sociedad para producirlo, mantenerlo y renovarlo. Esa sociedad militarizada, ¿en qué puede ser eficiente y creativa? En muy poco, quizá en nada, de manera que las actuales sociedades sometidas a la férula de los nuevos señores hiper-tecnologizados de la guerra, están condenadas a una decadencia irremediable y además creciente. Cuando su decrepitud general alcance un punto, tampoco podrá mantenerse su aparato militar, y entonces éste será vulnerable a la acción popular revolucionaria.

Porque el militarismo crea embrutecimiento y decadencia, retroceso y desplome[23]. Y ésta lo es en todos los órdenes de la vida, de manera que aquél cava su propia tumba a medida que se desarrolla y fortalece. Llegado a un punto, el principio democrático del ARMAMENTO GENERAL DEL PUEBLO será posible de realizar en la práctica.

Eso no significa que tenga razón Heráclito cuando asevera que “La lucha es buena para los mortales”. Porque, si este filósofo fuera realmente dialéctico, antinómico, en lo epistemológico (es decir, si resultase ser un buen filósofo), debería decirnos con qué lucha la lucha, que es lo opuesta y contrario a la lucha[24]. Es, no hay duda, el amor. En consecuencia, amor y lucha son un par de contrarios trabados en pugna y conflicto. Pero al mismo tiempo, están unidos por un ligamen, el de la necesidad. Si sólo hubiera lucha, ¿cómo podría ser, existir, algo, pues la lucha es destrucción? Se necesita del amor, que es creación, y puesto que la lucha es inevitable, tanto como el amor, se concluye que la moral sodalicia resulta ser la apropiada. En definitiva: es imprescindible el armamento del pueblo contra el liberticidio y los liberticidas a la vez que el amor para con los iguales. Esa es la fórmula destinada a realizar lo más aproximado al estado de “paz perpetua” que proponía el simplón Kant.

Lo mismo respecto a las fuerzas de policía, estatales y gran-capitalistas. Es la gente popular la que ha de realizar las funciones de mantenimiento de la paz pública y de velar por el cumplimiento de las leyes. Por turnos, como fuerzas no profesionales, cada cual con su trabajo, oficio y profesión. Claro que, al eliminar el estado policial actual, con sus colosales gastos y la improductividad absoluta de sus integrantes (lo que manifiesta una doble manera de ser parasitario, mero hacedor de consumo y además sin aportar nada a la sociedad), se podrá reducir significativamente la jornada de trabajo necesario, de manera que quede tiempo para cumplir todas las funciones y deberes cívicos, entre ellos el empuñar las armas para mantener la paz y el respeto a las normas del derecho, popular y consuetudinario, por supuesto.

Una conclusión más es que quienes aseguran que el Estado ha de tener “el monopolio de la violencia” se equivocan. O mejor, no se equivocan, sólo que discursean como totalitarios, como fascistas. Tales rufianes parecen olvidar que la soberanía popular, que constituye el todo de la democracia y la libertad, es real cuando la ejerce el pueblo, el pueblo dotado de los instrumentos básicos para realizarlas, que son las armas. Y que es un engaño intolerable, cuando la ejerce el ejército, según se lee en el art. 8.1 de la Constitución española de 1978, hasta hoy en vigor. Lo que tal documento legal establece es la tiranía del ejercito sobre el pueblo, la inexistencia de soberanía popular, la formación de una dictadura militar constitucional, según lo surgido y emergido de las cortes de Cádiz.

Además, monopolios no, jamás, tampoco el de la violencia, sobre todo éste. Tal monopolio estatuye el régimen de DICTADURA CONSTITUCIONAL, PARLAMENTARISTA Y PARTITOCRÁTICA, que debe ser derribado por la revolución para realizar una Sociedad de la Libertad, cuyo fundamento objetivo, sociológico, es el pueblo en armas. No puede ser otro.

Pueblo y sólo pueblo, no pueblo y Estado, no pueblo y ejército profesional. Eso establecerá un tipo de sociedad en la cual la calidad autoconstruida y construida del sujeto se multiplique, amplíe y realice de una manera colosal, exponencial, formidable. Significará entrar en una fase nueva y magnifica de la historia de la humanidad.

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[1] Se refiere a Molina de Aragón, en el noreste de la actual provincia de Guadalajara. Fue un territorio sin rey, pues el monarca de Castilla en él era sólo señor. El poder soberano del Señorío de Molina era tan efectivo y auténtico, que como tal y sin esperar a lo que acordasen y efectuasen otros entes políticos peninsulares soberanos, declaró la guerra al emperador Napoleón I en 1808, como tal Señorío, con una presencia mínima de las instituciones señoriales, pues fue la comunidad de Aldeas, Tierra y Villa de Molina, autoorganizada concejilmente, la que realizó tan gloriosa afirmación de beligerancia, que mantuvo con actos muy magníficos, lo que acarreó a sus gentes un alto coste en sangre, sufrimientos y daños económicos. Un libro asequible, gracias a su reedición en 2008 (la primera edición es de 1913), que trata de estos asuntos, aunque ofreciendo de ellos una interpretación muy mejorable, es “Historia del levantamiento de Molina de Aragón y de su Señorío, en mayo de 1808 y guerras de su independencia”, Anselmo Arenas López.

[2] Esta Constitución, a fuer de sincera, o quizá de desvergonzada, pone por encima de todo “la seguridad del Estado”, art. 8, de manera que sustituye la soberanía popular por la soberanía estatal. Es decir, el Estado domina al pueblo/pueblos. Ahí está el meollo del liberalismo, como teoría y como práctica. La soberanía estatal omnímoda, propia del credo liberal, se realizó en nuestro caso por medio de un baño de sangre continuado, sobre todo en el periodo 1812-1874. Fue el procedimiento empleado para despojar al pueblo/pueblos de los fragmentos y restos de soberanía y propiedad, en particular comunal, que el pueblo todavía conservaba, a pesar de la artera acción expropiadora del régimen de la monarquía calificada de “absoluta”. Ésta había ido contra el comunal y la soberanía concejil-popular de manera despiadada, sobre todo en tres momentos, con los criminales Reyes Católicos, que había mandado asesinar furtivamente a figuras señeras del poder popular; con Felipe II y su venta coercitiva de baldíos (comunales) incluso en contra de las recomendaciones de las cortes de Castilla, y con el infame Carlos III, rey en 1759-1788, que promulga la ley desamortizadora de 1770  (y de otras menores, en fechas próximas) y que reprime con una enorme cantidad de asesinatos y efusión de sangre el alzamiento popular revolucionario de 1766, que se desarrolló en docenas de poblaciones, al que los historiadores serviles y asoldados ridiculizan y ningunean, tildándole de “el motín de Esquilache”.

[3] Y los mismos que “los españoles”. Porque, ¿quiénes son “los españoles”? Entre nosotros la estrategia de “nacionalización de las masas” ha fracasado de manera obvia, hasta el presente. Así pues, la mayoría de la población se sigue considerando castellana, catalana, andaluza, vasca, canaria, gallega, murciana, etc., pero no, o confusa y distanciadamente, española. Españoles son, objetiva y subjetivamente, los policías, militares, altos funcionarios, etc., además de la extrema derecha, pero no la gente normal, que contempla con distanciamiento los símbolos “nacionales”. Esto es un logro inmenso de la cultura popular de los pueblos ibéricos. Para remediarlo, las élites del poder están llenando el país-Estado español de inmigrantes, que al no tener sus raíces aquí son fácilmente manipulables por las instituciones, que les pueden colocar sus averiadas teoréticas, normas y leyes. Eso se convierte en una manifestación de sustitución étnica y limpieza, racial, debido que se llena el país de emigrantes al mismo tiempo que se prohíbe e impide que los nativos se reproduzcan, tengan hijos.

[4] Tales Reales Ejército son la forma evolucionada de las mesnadas reales y señoriales de nuestro Medioevo, cuando estuvieron en una situación de clara inferioridad numérica y, sobre todo, operativa, respecto a las milicias concejiles, popular o municipales, forma que adoptó el principio democrático y sustentador de la libertad/libertades de manera necesaria, el del armamento general del pueblo. Porque sin pueblo en armas no hay libertad para el pueblo, no hay democracia popular, no hay economía popular comunal. El ocultamiento del pasado militar-popular de los pueblos peninsulares es tan tremendo y tan absoluto que un libro que se ocupa, con intenciones dudosas y comprensión bastante limitada, de estas materias, “A society organized for war. The iberian municipal militias in the central middle ages, 1000-1284”, de James F. Powers, 1988, nunca ha sido traducido al castellano ni a ninguna de las otras lenguas peninsulares. Así de “completa” es la libertad de expresión hoy. Los profesores-funcionarios medievalistas a sueldo del Estado español saben que, si tratan este asunto más allá de algunas frases hueras y, preferiblemente, descalificadoras, ponen en peligro su carrera profesional. Pero lo cierto es que, los dos más grandes y magníficos acontecimientos bélicos de nuestro Medioevo, la batalla de Simancas, 939, y la batalla de las Navas de Tolosa, 1212, fueron decisivas victorias de las milicias concejiles sobre el imperialismo, fanatismo religioso, esclavismo omnímodo, feminicidio continuado, racismo y militarismo musulmán. En la primera de ellas las mesnadas reales y nobiliarias apenas existían y en la segunda por su número, cobardía e impreparación, desempeñaron una función secundaria, lo que se propone velar, sin demasiado éxito, el elitista y manipulador arzobispo Rodrigo Ximénez de Rada, en su crónica-panfleto, aristocrática y por tanto antipopular, “Historia de los Hechos de España (sic)”. Ocasiona, incluso hoy, pasmo y maravilla la pericia militar que manifestaron las milicias concejiles sobre todo en Simancas, ante un poderoso ejército califal constituido por unos 100.000 combatientes, al que no sólo derrotan, sino que aniquilan casi al completo… Los tratados sobre el arte de la guerra loan Cannas, Stalingrado y otras batallas fundamentales, pero Simancas fue incluso mejor.

[5] El jefe guerrillero más conocido es El Empecinado, del que se ofrecen interpretaciones distorsionadas, falsas. Salvo en sus primeras semanas de acción combativa, no fue un espontáneo al frente de una decena de compadres, sino el adalid militar designado por el municipio y la Tierra de Sigüenza, Guadalajara, para combatir a los invasores, conforme a la legislación consuetudinaria popular castellana que hacía al municipio soberano, por tanto, apto para declarar la guerra, imponer tributos extraordinarios, reclutar hombres y levantar tropas. En tanto que adalid/jefe militar llegó a mandar destacamentos de miles de hombres, que contaron con un respaldo popular activo completo, a pesar de la terrorífica acción antiinsurgente de los napoleónicos, que destruyeron el este de Castilla, en vano. La acometividad de El Empecinado originó decenas de miles de bajas a los invasores y les obligó a usar un contingente colosal de tropas para proteger puntos clave y vías de comunicación, con lo que su aportación a la derrota final de los imperiales fue enorme. A partir de un momento, el vil y traidor ejército español se concentró en controlar y someter a la guerrilla castellana, lo que nunca logró del todo. Tal asunto le preocupaba mucho más que pelear contra los franceses… Es demostrativo de la verdadera naturaleza de aquella guerra que cuando tras 1814 El Empecinado se hace liberal, vale decir, traiciona los ideales populares y traiciona a su gente, es completamente abandonado por el pueblo castellano, que no le proporcionan ni apoyo, ni suministros, ni hombres, y que incluso se enfrenta con él, lo que le lleva a ser aprisionado y a morir ahorcado de muy mala manera. La epopeya guerrillera de 1808-1814 es, en esencia, la misma, muchos siglos después, que la de las milicias concejiles que creó la revolución altomedieval de los pueblos de Iberia.

[6] Esta es la interpretación de Joaquín Costa en 1900 sobre la guerra antiimperialista contra Napoleón I, “nos figuramos que la guerra de la Independencia la hizo la nación, que en ella tomaron parte todas las clases sociales, pero no fue así; fuera de muy contadas excepciones, la guerra de la Independencia la hizo solo el pueblo”. En efecto, sólo el pueblo, por tanto, sólo el ejercito popular, mientras que el ejercito profesional estuvo con los invasores, saboteando, traicionando, asesinado a los verdaderos combatientes, y si no lo hizo más fue por temor a los ingleses, que les forzaban a combatir. Por ejemplo, la fácil entrada de Napoleón en Madrid en diciembre de 1808 fue consecuencia de una sucesión de traiciones perpetradas por el ejército regular español, que fueron desde entregar y rendir solapadamente la artillería en Somosierra, pretextando un “imparable” asalto de la caballería enemiga, hasta entregar a los combatientes municiones saboteadas, algunas de las cuales tenían arena en vez de pólvora. Es decir, lo mismo que harán luego en Cuba y Filipinas. Los generales “en lucha” contra Napoleón, muy probablemente, también se lucraban con los sobornos y la entrega de dinero que les llegaba desde París, o quizá desde el Madrid de Pepe Botella y sus traidores autóctonos, la aristocracia y el alto clero afrancesados, asunto que hay que investigar. Hoy no es posible, no hay libertad para ello, pero en su día, cuando la revolución integral establezca una Sociedad de la Libertad, se hará.

[7] El mejor estudio sobre la guerra popular ibérica de 1808-1814, sigue siendo “La guerrilla española y la derrota de Napoleón”, John L. Tone. Este libro ha sido atacado con frenesí por los patriotas españoles actuales (es decir, por los patriotas anglosajonizados de nuestros días, afectos a que el idioma castellano sea sustituido por el inglés, a que nuestra cultura desaparezca en beneficio de la subcultura USA y a que Iberia se convierta en una neocolonia de Alemania/Bruselas dentro de la Unión Europea), que necesitan mantener su versión fulera e irracional de lo que entonces aconteció. Afirman algo tan chusco como que la guerrilla fue una fuerza patriótica española, o sea, que servía a “La Patria” y tenía la ideología de “la Patria” antes de que existiera “la Patria”, ¡qué cosas tan graciosas nos cuentan los plumíferos a sueldo! Los motivos que impulsaron a las gentes de los pueblos de Iberia a combatir a muerte el imperialismo francés son: 1) defensa de la soberanía municipal, cuyo centro es el concejo abierto, contra el centralismo y el uniformismo napoleónico, 2) mantenimiento de las unidades territoriales de convivencia y autogobierno parcial, con una legislación foral propia, 3) preservación del derecho consuetudinario contra el derecho positivo codificado estatal, 4) conservar el  comunal así como un estilo de vida comunitarista y hermanado, tanto como la cosmovisión comunal del mundo, 5) oponerse el ejército profesional y a la recluta forzosa de jóvenes para él, 6) decir no a las tremendas subidas de impuestos que llevaba aparejada la modernidad, lo que dio origen a la miseria de las masas trabajadoras, en particular las rurales, 7) evitar la formación de poderoso cuerpos policiales (Milicia Nacional, Guardia Civil…), manteniendo el sistema de orden público tradicional, asentado en la participación cívica en tales tareas, 8) oponerse a un sistema de enseñanza infantil centralizado y adoctrinador, con la lengua del Estado como idioma escolar obligatorio, manteniendo la escuela concejil bajo control de padres y madres, 9) preservar la cultura popular autoconstruida de expresión oral, 10) resistir a la expansión del trabajo asalariado continuando con las formas libres y soberanas de trabajo con ayuda mutua, 11) continuar con la tradición medieval de la soberanía municipal y la escasa capacidad política y jurídica de la corona . En suma, fue un conflicto entre la libertad popular, concebida y vivida a la manera antigua, y la tiranía institucional, devenida ya dictadura moderna. Esos mismos motivos llevaron a las gentes de la península a seguir combatiendo a la revolución liberal durante el siglo XIX, que es quien crea “la Patria española”.

[8] Así las cosas, conviene bajar del pedestal, en que los pedantes le han aupado, a Karl von Clausewitz, el autor tantas veces citado de “De la guerra”, libro terminado hacia el año 1830. Para empezar, el título debería ser “De la guerra entre Estados”, pues el prusiano nada dice de la guerra popular, a pesar de que su admirado Napoleón I fuese derrotado por ella en la península Ibérica. Y continuando con la crítica, se ha de exponer que esa apreciación elitista y clasista vicia todo el contenido de la obra, que surge de un equívoco inaceptable, que son los profesionales de la milicia quienes mejor combaten, cuando lo cierto es que la acción armada popular acaba resultando imparable e invencible, si se desencadena con la necesaria inteligencia, organización y coraje y siempre que ello tenga lugar en una guerra defensiva, pues para las guerras de agresión es absolutamente inadecuada. Para ellas, en efecto, se necesita de un ejército profesional. Pero lo peor y más intolerable es el aliento totalitario y antidemocrático, indudablemente proto-nazi, que exuda la obra, al repudiar el principio revolucionario y popular del ARMAMENTO GENERAL DEL PUEBLO.

[9] Para una comprensión más exacta del carlismo, remito a “El pueblo y el carlismo. Un ensayo de interpretación”, que es un capítulo de “Naturaleza, ruralidad y civilización”.  El análisis personal más completo, extenso y documentado de nuestro atormentado siglo XIX se encuentra en mi libro “La democracia y el triunfo del Estado”. En esa centuria, expongo en dicha obra, hay dos guerras civiles ocultadas al público, una la de 1821-1823, en la que el pueblo alzado en armas derrota a los constitucionalistas del Trienio Liberal, y la insurrección cantonal antes citada, verdadera “guerra cantonal”, como la denomina algún autor, con gran acierto. Así de objetiva y exacta es la historiografía institucional y académica. Ciertamente, la oposición al centralismo, uniformismo, destrucción de lo local, militarismo y estatismo, adoptó entonces dos formas ideológicas principales, la carlista y la cantonalista, con la advertencia de que lo ideológico es mera espuma y superestructura, pues lo que cuenta es el fondo, y éste era el mismo en los dos casos.

[10] La derecha española y extrema derecha fascistoide se aferran al “patriotismo” de palabra mientras lo niegan de hecho. Porque, ¿dónde está el patriotismo real y auténtico en, por ejemplo, la Falange? Su fundador, J.A. Primo de Rivera, no sabía nada de nada, objetiva y verazmente, sobre nuestra historia, cultura, idiosincrasia y esencias. No lo conocía porque lo despreciaba, porque estaba fascinado por modelos extranjeros, debido a esa mentalidad de cipayos que han tenido y tienen todas las elites españolas. Entusiasmado con Italia, con Mussolini (y secundariamente con la Alemania nazi), carecía de ojos e inteligencia para lo propio, y cuando se leen sus escritos sólo risa puede provocar los necios juicios sobre la “historia de España” que en ellos se contiene. Franco fue un “patriota” /” hiperpatriota” bien singular. Primero se desempeñó como lacayo de alemanes, italianos y musulmanes, luego se prostituyó ignominiosamente con Inglaterra y más adelante aceptó ser el más deplorable peón de brega del imperialismo yanqui, esto hasta su muerte en 1975. Y con él, todo el ejército español, del que era el jefe supremo, el general-ísimo. En el siglo XVIII nuestras clases mandantes, siempre miserables, acomplejadas y patéticas, imitaban servilmente a los franceses, en el siglo XIX a los ingleses, hoy a los EEUU. No pueden aceptar nuestra historia porque, recta y objetivamente expuesta, es la negación de lo que ellas son, una elite explotadora, dominante, tiránica, ignorante y sanguinaria. Así que su patriotismo es mero artificio verbal. Yo soy patriota castellano (uso esta expresión sólo para hacerme entender, y excepcionalmente), no español, me sitúo sobre lo mejor de nuestra historia y cultura para hacer la revolución integral, como fusión de tradición y revolución. No busca fuera sino dentro de nosotros los remedios a nuestros problemas. Y por patriota castellano, soy patriota de todos los pueblos peninsulares (sin olvidar al pueblo de Canarias, africano en lo geográfico pero europeo en lo cultural, que es lo que cuenta), y de todos los pueblos europeos.

[11] Un balance exacto y lapidario de la muy ignominiosa actuación de “nuestra” marina de guerra en Cuba lo formula el capitán de navío estadounidense Alfred T. Mahan, autor de la fundamental obra “Influencia del poder naval en la Historia, 1660-1783”, publicada en 1890. Expone, “es difícil pensar en volver jamás a tener otro adversario tan completamente incapaz como se mostró en 1898 la escuadra española”.  Y, ¿por qué Cervera no fue encausado, juzgado, condenado a la última pena y fusilado? Si se compara con lo que hacían los ingleses parece ser lo apropiado, pues ellos fusilaron, por ejemplo, al almirante John Byng por haber sido derrotado en Menorca en 1757. Pero armada española no podía hacerlo porque todos o la gran mayoría de sus altos mandos estaban tan corrompidos y eran tan viles como Cervera. Esa es la razón. Lo mismo cabe aducir para comprender el caso Montojo.

[12] Empero, ya en la época se formularon acusaciones de “traición”, ciertamente confusas, pero bien dirigidas, que ponían en la diana a los jefazos de la marina y el ejército. José Luis Comellas, en “Del 98 a la Semana Trágica 1898-1909. Crisis de conciencia y renovación política”, las recoge, aunque de manera muy breve y confusa. El subtítulo de su libro es, a pesar de todo, lamentable, ¿renovación política sin liquidar ese monstruo hediondo y repulsivo, esa máquina de torturar y matar gente popular que es el ejército español?

[13] En la fase final guerra de Vietnam, de 1968 a 1973, el ejército de EEUU conoció una situación similar, con un antagonismo entre oficiales y soldados tan tremendo que estos atacaban regularmente a sus mandos sobre el terreno, en el combate, disparándoles y, sobre todo, arrojándoles granadas de mano, lo que fue factor decisivo originador de la retirada de las fuerzas de tierra de Estados Unidos, en 1973, y, dos años después, de su derrota completa con abandono total del país asiático. El libro “La guerra de Vietnam”, de Cristian G. Appy, se ocupa de esta cuestión.

[14] Quizá no casualmente, su obra cumbre sobre esta materia, “Colectivismo agrario en España”, fue editada por primera vez en 1898. Costa fue un colonialista, militarista y patriota español monomaniaco… y se interesó por estos asuntos debido a ello. Lo mismo sus discípulos y seguidores. Algunas de sus ideas fueron parciamente admitidas por el Directorio Militar de Miguel Primo de Rivera, 1923-1929, que como resultante dejó sin aplicación, aunque no derogó, la ley de desamortización civil de 1855, además de otra legislación menor, lesiva para la sociedad rural popular. A pesar de lo dicho, Costa comprendió mejor nuestra historia que los funcionarios-profesores actuales, que siguen sin entender nada de lo importante al respecto. Nada.

[15] En mi libro “La democracia y el triunfo del Estado” esto es tratado con amplitud y extensión este asunto. La sobreabundancia de oficiales ha sido una constante del ejército español, por las causas señaladas. Todavía hacia 1980, según un informe confidencial, tenía “una relación de un mando por cada cinco soldados”, dato asombroso, muy diferente al del resto de los ejércitos europeos. Es lo que origina ser el País Bagauda…

[16] Esa ausencia general de espíritu de sacrificio, heroísmo y voluntad de combatir se dio en todas las facciones del ejército español. Un caso que “revuelve las tripas” es el actuar del coronel Ildefonso Puigdengolas en Badajoz en agosto de 1936. Era el comandante en jefe de las tropas republicanas en la ciudad, teniendo a sus órdenes unos 3000 milicianos y 500 soldados, con los que debía detener la ofensiva hacia Madrid de las tropas franquistas mandadas por Yagüe. Pero el día mismo del asalto a la ciudad por los franquistas, cuando el combate apenas se había iniciado, él y sus oficiales, sin más, subieron a unos automóviles, abandonaron a sus hombres y se dirigieron a la cercana frontera portuguesa, donde pidieron ser acogidos como exiliados políticos, lo que les fue concedido. Mientras, sus hombres, carentes de mando y desmoralizados por la cobarde y traicionera actuación de sus jefes, no pudieron desplegar una resistencia apropiada a las tropas franquistas, de manera que Badajoz sucumbió tras no demasiadas horas de combate. Aquéllos que culpan a los partidarios de Franco de la matanza que siguió, que afectó a unas 4.000 personas, olvidan decir que los oficiales republicanos, viles y sin honor, fueron corresponsables de ella al negarse a combatir, al desertar. Puigdengolas retornó luego a la zona republicana con absoluta impunidad, igual que Cervera y Montojo tras la guerra de 1898. En el ejército republicano la incompetencia y falta de coraje individual, por no hablar de la corrupción, fueron tan comunes, e incluso quizá algo más, como entre las tropas de Franco. Es comprensible, pues eran un único y mismo ejército, que en una coyuntura compleja se había partido en dos.

[17] Esto, el hedonismo y placerismo, el pancismo y el amor por la “buena vida”, ha sido una constante en “nuestro” ejercito, basta con leer los comentarios que Francisco Franco Salgado-Araujo, primo hermano del Caudillo, hace sobre la vida cotidiana de éste en su libro “Mis conversaciones privadas con Franco”.

[18] En “Contra Armada. La mayor victoria de España sobre Inglaterra”, Luis Gorrochategui Santos. Es obra farragosa y meramente descriptiva, de escasa calidad, que no se hace preguntas sobre el porqué de nada importante, pero es la única asequible para el gran público.

[19] Este hediendo acontecimiento ya está descrito por Max Hastings en “La guerra de Churchill”, cuya primera edición apareció en 2010. La obra de Viñas es de 2016.

[20] Estos, verbalmente hipertróficos, son los que ahora loan a los tercios de Flandes, y a los conquistadores de la corona de Castilla en Las Indias, pero persisten en ocultar las milicias concejiles y en falsificar la verdad de la guerra popular contra el emperador Napoleón I. Los tercios de Flandes eran unos mercenarios imperialistas, agresores, depravados, en donde los de origen castellano fueron una minoría. ¿Cuáles son sus méritos militares?, ¿quizá saquear, violar y hacer matanzas de inocentes?, pues lo cierto es que terminaron derrotados, debido sobre todo a que era mercenarios peleando por la paga, y cuando está dejó de llegar pues… Y los conquistadores, formados por la chusma que en Castilla sobraba, por intolerable, y era expelida hacia América, ¿qué respeto merecen? Ahora se ha constituido una corriente de extrema derecha fascistoide, sustentada en esa caricatura de intelectuales que son Gustavo Bueno y sus discípulos, un grupo codiciosa de ignorantes que loa todo eso. Ellos, y el resto de la extrema derecha patriotera, españolista e imperialista, no son mejores que las piculinas franquistas antecitadas, y sólo cabe averiguar de quién cobran, con quién fornican.

[21] Ángel Viñas, en su libro, como historiador del régimen actual que es, no puede evitar manipular a su modo los hechos. Presente a los generales prostitutos como tales debido a que eran franquistas cuando lo cierto es que obraron como lo han hecho (y lo hacen) siempre los generales españoles. Sean de la ideología que sean y del bando que sean. Así, los altos mandos y los oficiales republicanos en la guerra de 1936-1939 ejercieron sobre los soldados a sus órdenes una coerción, represión y violencia incluso mayores que los espadones franquistas sobre los suyos, debido a que en el “ejército popular (?) de la república”, el antagonismo tropa/oficialidad fue agudo y generalizado, pues el pueblo trabajador, en particular el elemento campesino, tenía al régimen republicano por su verdugo y re-expoliador del comunal, desde el mismo 14 de abril de 1931. En efecto, aquél le había robado de nuevo el comunal, cargado con impuestos tremendos y atormentado con la Guardia Civil. Todo ello se agravó extraordinariamente en la primavera de 1936, cuando la demanda popular de devolución de los comunales se hizo un clamor tan intenso que los aparatos policiales fueron barridos de una buena parte de la ruralidad por la justa y legítima acción armada del campesinado. La respuesta del Estado, una vez que el gobierno del Frente Popular, hiper-represivo, hubo sido arrollado por la acción directa de la comunidad popular, fue desencadenar la guerra civil, o sea, una matanza a descomunal escala. Consultar mi libro “Investigación sobre la II república española, 1931-1936”.

[22] No mejor ni más aceptable es la Policía Nacional. Comenzó en 1931, cuando la II república fundó el virulento cuerpo de la Guardia de Asalto, encomendando su creación y puesta a punto a Agustín Muñoz Grandes, el militar africanista que luego mandaría la División Azul y sería condecorado por Hitler. Al ganar la guerra, el franquismo convierte a aquél en la Policía Armada, los “grises” de la mitología antifranquista, que el régimen constitucional de 1978 transformó en Policía Nacional. Existen, además, las policías municipales, hasta hace poco meros auxiliares de los ayuntamientos sin especiales funciones represivas, pero hoy devenidos aparatos de violencia contra el pueblo. Quedan, asimismo, las policías autonómicas. El gasto policía es tan enorme, tan colosal, que nuestra sociedad se tambalea y cruje por su causa, cada día más incapaz de pagarlo.

[23] Lo desarrollo en “Autoaniquilación. El hundimiento de las sociedades de la modernidad”.

[24] Aquí tenemos otro ejemplo de la habitual inconsecuencia y fullería intelectual de los filósofos profesionales, que dicen y se refutan a sí mismos sin ni siquiera advertirlo. Porque si la lucha es buena, al completo buena, y no buena relativamente, Heráclito debería preconizar un estado de guerra y violencia perpetuas, y además absolutas. Y si es buena en un sentido realista, con su contrario contrarrestaste, con el que está trabada en antinomia eterna, se concluye que la lucha no es buena, lo que es tan verdad como su opuesto. Buena y no buena. Esto es verdadera dialéctica, mientras que aquél, en este desventurado asunto no alcanza a diferenciarse, aunque lo intenta, de la patética lógica formal de Aristóteles.