Ha sido el instinto de supervivencia el que ha estampado de forma indeleble en la capacidad de percepción psíquica el código eficaz, de que lo hecho por los progenitores siempre está orientado en la buena dirección para que la prole conserve la vida. Mimetizando los comportamientos de los progenitores el descendiente “aprende” todo lo que es necesario para permanecer vivo y poder llegar a su vez a procrear, dándole continuidad a un proceso que le constituye y le supera: la larga cadena de la existencia. De otro modo las especies no hubieran sobrevivido.
En la especie humana este instinto convive con un orden de códigos añadido, que denominamos cultura. Durante milenios estos dos órdenes paralelos –instintivo y cultural- han coexistido de manera más o menos afortunada, dando lugar a distintas formas de civilización. Para que la vida de las comunidades humanas amparadas en cada una de las civilizaciones haya podido prosperar siempre ha sido necesario que el orden cultural y el instinto de supervivencia se adaptasen de alguna manera en complejas pero fructíferas alianzas, inconscientes al conjunto de los individuos que se beneficiaron de estas.