Hubo un tiempo en que los pueblos de “España” no sólo apreciaban su cultura sino que además la construían y creaban por sí. Tenían sus propias tradiciones, fiestas, narraciones, música, prácticas culturales y conmemoraciones, en las que expresaban su singular y propia manera de estar en el mundo, concebir lo humano y encarar los problemas más cardinales de nuestro destino y condición.
Sí, aunque muchos no se lo crean, hubo un tiempo no demasiado lejano en que las cosas eran así.
La tarea de demolición la empezaron los Ilustrados. Para ellos, pedantes y redichos, lo popular auto-creado era una masa de “supersticiones” a erradicar. Luego llegaron los liberales y jacobinos y, sin dar tregua a la bayoneta, dictaminaron que todo lo popular era “clerical” y en consecuencia digno de ser purificado en la hoguera y ante el pelotón de fusilamiento. El progresismo y con él la izquierda apostillaron de “burgués”, cuando no de “franquista”, casi cualquier expresión de saber, celebración y cultura popular. Lo tradicional, dicen, es “reaccionario”, mientras que todo lo moderno, esto es, todo lo anglosajón, es “emancipador”, en especial el idioma inglés. Y no sólo lo anglosajón sino lo ajeno en general, orientalismos, indigenismos y otros ismos de importación, muy útiles además para crear sentimientos, lo más intensos posible, de culpa colectiva y autoodio de masas a los pueblos europeos.