“EL LIBRO NEGRO DEL COMUNISMO” (II)
Stéphane Courtois, Nicolas Werth, Jean-Louis Panné,
Andrzej Paczkowski, Karel Bartosek, Jean-Louis Margolin
Original en francés de 1997, en castellano editado en 2010
El marxismo lejos de ser anticapitalista es una formulación doctrinal a favor de un capitalismo nuevo y renacido, liberado de las trabas del pasado, un capitalismo perfecto y completo, supuestamente hiper-productivo y capaz de erradicar de una vez por todas la escasez de bienes materiales, pretendida causa de todos los males de la humanidad. Por eso su monomanía desarrollista se hace necesariamente terror estatal y Estado hiper-policial. Con el marxismo como guía teórica el estalinismo, sea en sus formas más extremas o en otras más “suaves”, es inevitable.
En consecuencia, la historia de los países comunistas y sus enormidades es una parte de la historia del desenvolvimiento del capitalismo y del avance del proceso industrializador a escala planetaria. En los países atrasados es la forma que adopta en ellos la acumulación originaria primitiva de capital en su forma más brutal.
El desenvolvimiento de las sociedades moldeadas por los partidos comunistas tiende a confundirse con la del terror ejercido por aquéllos contra las clases populares. Sin duda, la violencia tiene su función en la historia, lo que hace del pacifismo una mera ideología. Hay expresiones concretas de aquélla que son justas (por ejemplo, la resistencia al golpe militar franquista en 1936), lo que demanda que dicha utilización de la fuerza debe ejecutarse con procedimientos éticos, ha de ser limitada, tiene que tener por meta remover los obstáculos que impiden el ejercicio de las libertades reales de las clases populares, tiene que ser tarea de éstas y no de aparatos especializados y no puede elevarse a mecanismo central de la vida económica y social. Pero la violencia practicada por los partidos comunistas es de tipo reaccionario, antipopular, en nada importante distinguible del terror fascista, ni en sus fines ni en sus métodos.
La parte que el libro dedica a China es la más deficiente. No hay una buena selección de los testimonios ni de los datos y, sobre todo, el análisis falla. La sección destinada a la revolución cultural (1966-1976) no aporta un análisis creíble de su naturaleza, causas y metas. Sea como fuere, el marxismo convierte a China en una gran potencia capitalista e imperialista, lo que es hoy. En este caso se rompe la fatal conexión entre poder comunista e ineficacia económica pero sólo hasta cierto punto.
El partido comunista chino logra en su país un crecimiento económico rápido, constante y sostenido estatuyendo un sistema de violencia estatal de facto ilimitada, sobreexplotando a la clase trabajadora, estableciendo formas de trabajo asalariado difíciles de diferenciar de la esclavitud, negando las libertades básicas y las garantías jurídicas, convirtiendo a la cosmovisión capitalista a toda la población (hoy la meta del sujeto medio de ese país es siempre una y la misma, hacerse rico), devastando medioambientalmente el territorio y explotando a los países pobres, a los que saquea y esquilma sus recursos, en particular a los más menesterosos, los africanos.
El punto débil del modelo chino está en su dudosa capacidad para mantenerse, en su probable falta de futuro. La sociedad china, sometida a tensiones muy fuertes, carente de una estructura institucional creíble y consensuada, asentada en una dictadura de partido único que, además, hoy carece de credibilidad, puede conocer en el futuro formas más o menos graves de inestabilidad e incluso implosiones gigantescas y crisis revolucionarias espontáneas. Puede ser que la depredación y contaminación medioambiental lleguen a ser tan graves en China que, a partir de un momento, hagan disfuncional al sistema. Desde luego, 1.400 millones de personas cuya pervertida cosmovisión se reduce al vocablo “¡enriqueceos!”, no pueden formar una sociedad viable a largo plazo. No hace falta explicar que en esto se manifiesta con claridad la naturaleza rotundamente empresarial, capitalista, del comunismo.
Esa aberración la han constituido los comunistas, y su raíz teorética está en la doctrina de Marx, como se ha dicho una forma extrema, y por eso mismo disfuncional a fin de cuentas, de cosmovisión burguesa.
El interés mayor en lo reflexivo del caso chino es que muestra la estrecha conexión existente entre Estado y capitalismo. El primero, incluso si en un momento inicial es ajeno a toda forma de capitalismo, fomenta y crea éste de un modo u otro. Esto se da en la totalidad de las experiencias conocidas, también en Occidente, donde el capitalismo no hubiera podido desenvolverse y llegar a ser lo que es hoy sin la decisiva y permanente actuación del artefacto estatal. Ello desautoriza la idea, específicamente socialdemócrata, de que el Estado “protege” a las clases trabajadoras del capital. Y avala la formulación de que sólo una estrategia revolucionaria antiestatal es realmente anticapitalista.
Los partidos comunistas triunfantes se presentan a sí mismos y a su régimen como el poder de la clase obrera realizado, pero el análisis que “El libro negro del comunismo” ofrece de los países del Este europeo en 1944-1989 refuta tal aserción. En Alemania del Este, en Rumania, en Polonia, en Hungría, fue la clase obrera una fuerza militante en contra del régimen comunista, que ejerció una represión violentísima de la protesta proletaria. La situación durante esos años en aquéllos fue casi idéntica a la de la España franquista, sobre todo en lo referente a la resistencia obrera clandestina a un poder terrorista y explotador que niega incluso las libertades formales, que reprime, encarcela, tortura y mata. La nueva burguesía comunista de esos países resultó ser asombrosamente represora, sádica e inhumana, además de soberbia, despilfarradora e ineficiente[1]. En 1989, falto de todo apoyo popular y detestado por la inmensa mayoría el comunismo se desmoronó sin más en esos países.
Al estudiar el caso de Corea del Norte, el libro usa la expresión “partido-Estado”, que es apropiada. Corea del Norte es el modelo secreto para lo que todavía queda de los partidos comunistas en los diversos países, el tipo de sistema político que éstos veneran y desean pero no se atreven a respaldar en público, aunque de vez en cuando lo dejan entrever en algún lapsus. Los crímenes de esta dictadura neo-burguesa patética y miserable son colosales, como expresión de lo que sucede cuando el productivismo es la única meta, la violencia el único medio y la libertad una “idea burguesa”.
Lo sucedido en Etiopia con el Derg, o junta militar que se orienta hacia la Unión Soviética en los años 70 y 80 de la pasada centuria, transformándose luego en una variante de partido comunista, es parecido a lo de Camboya. Si hay que fomentar el crecimiento económico y acelerar exponencialmente la acumulación de capital por los métodos que sean el primer paso es desarticular la sociedad tradicional, pre-capitalista. Como ésta se resiste, o simplemente no desea ser modernizada, hay que acudir al terror, tanto mayor cuanto más tiránico, caprichoso y arbitrario es el obrar del poder comunista. En Etiopía se trataba de realizar el paso, lo más apresurado posible, del “feudalismo”al “socialismo”, extraviado juego de palabras que manifiesta el inmenso odio al pasado propio de esa forma de ideología exaltadora de la modernidad que es el comunismo.
Tiene lugar, en consecuencia, un proceso de militarización en dicho país africano, junto con la constitución de un denso Estado policial, ambos bastante costoso de mantener, lo que arruina al país, mucho más considerando que las economías estimuladas por el recurso permanente y casi exclusivo a la fuerza no suelen ser eficaces. El Derg se embarca en guerras de agresión contra los pueblos de Eritrea y otros, a los que desea mantener por la fuerza dentro de Etiopía, negándoles como realidades diferenciadas.
Finalmente, el poder comunista se viene abajo, dejando un país traumatizado y convulso. El régimen comunista etíope fue de un sadismo y una brutalidad que sobrecogen, asunto del que hoy nadie desea hacerse responsable. Su jefe, el tristemente célebre Mengistu Hailé Mariam, comandante de la junta militar genocida, escapó con vida de la aventura y vive confortablemente exiliado en algún país africano.
Estudia el libro, asimismo, el caso de Afganistán. En 1979 la Unión Soviética invade militarmente este país para proteger a un gobierno comunista instalado previamente en él, con lo que aquélla inicia una operación que será decisiva para su autodestrucción en 1991. En este caso se pone en evidencia qué era el ejército rojo y qué era el comunismo: matanzas sin fin, uso de la tortura a gran escala, degradación de los combatientes soviéticos, atrapados por el alcoholismo y las drogas, negación de la libertad de conciencia, con agresiones a los musulmanes por el hecho de serlo, genocidio planificado, destrucción metódica de las masas forestales, etc. En total 1,5 millones de personas pierden la vida. Los soviéticos, nada más llegar, asesinaron al presidente de la llamada República Democrática de Afganistán, el comunista H. Amin, que había ordenado dar muerte poco antes a N.M. Taraki, también comunista… Finalmente, las tropas soviéticas, unos 100.000 soldados, agotadas por una guerra que no podían ganar, han de abandonar Afganistán en 1989. Sólo dos años después la Unión Soviética se desmorona.
El fracaso total del comunismo en Rusia es asombroso. Sólo se mantuvo de 1917 a 1991, esto es, 74 años, cuando supuestamente iba a crear una nueva forma de sociedad, que sería el modelo para el resto de los pueblos del mundo, y que perduraría eternamente…La causa está en el desacertado, burgués y extraviado ideario marxista, que no tiene en cuenta los elementos esenciales de lo humano, que no es más que furor industrialista y desarrollista específicamente capitalista, que vive para lo económico sin comprender que lo sustancial del ser humano son sus necesidades espirituales, que ignora el significado práctico de la libertad, que cree que puede construirse una sociedad sin ética ni valores universalistas, que tiene una idea asombrosamente disparatada de la historia (el llamado “materialismo histórico”), que considera que la persona ha de ser sacrificada a la sinrazón del productivismo y el totalitarismo del Estado.
El argumento de que la riqueza material es lo fundamental, tomado de la burguesía, impide construir sociedades viables tanto como seres humanos dignos de tal nombre. Y así ha sucedido. Esa pasmosa indigencia y negatividad en la intelección de lo que el ser humano tiene de humano es la que está detrás del fiasco, tan completo, del marxismo en la práctica.
El colosal chasco del comunismo en la Unión Soviética es, en sí mismo, la refutación del ideario de la izquierda, máxime considerando que la socialdemocracia tiene una trayectoria tan funesta, con su sostén del capitalismo e imperialismo occidental, como el comunismo. Éste habría desaparecido ya si no fuera porque sus residuos actuales son necesarios al capitalismo para controlar a las clases populares, particularmente en nuestro país. Por eso les subsidian y fomentan, la patronal y el artefacto estatal a la vez. Hoy la situación política, igual que en la Transición del franquismo al parlamentarismo, 1974-1978, está definida por la alianza política entre la izquierda y el gran capital español. Éste estipendia y aquélla realiza lo que le ordenan los amos del dinero.
(Continuará)
[1] Como lectura complementaria en esta cuestión está, “El telón de acero. La destrucción de Europa del Este, 1944-1956”, Anne Applebaum.
Nota: Los comentarios podrán ser eliminados según nuestros criterios de moderación.
De la experiencia del socialismo autoritario en la URSS y otros países podemos aprender de sus errores para no volver a repetirlos. Aún así sería muy injusto achacar toda la culpa a la teoría marxista. Actualmente podemos encontrar a autores marxistas dentro de la tradición libertaria que gozan de un gran respeto, como puede ser el caso por ejemplo de Anselm Jappe y el GRUPO KRISIS. En España, por citar solo unos cuantos, podemos destacar a marxistas heterodoxos de la talla de César Rendueles, José Manuel Naredo, Alberto Garzón o Pablo Iglesias.
Está claro que la próxima revolución no será una revolución proletaria como las que se produjeron en la primera mitad del siglo XX. La revolución del siglo XXI será democrática o no será.