La inteligencia es sólo parte mientras que el ser humano es totalidad. No basta con el conocimiento intelectual hay que cultivar los atributos complementarios necesarios para ser con plenitud: voluntad, sentimientos, vitalidad, arrojo, generosidad, vigor corporal, autodominio, superación del miedo al dolor y a la muerte, afectuosidad, autoconfianza. Vivir es ser en la totalidad y en la complejidad. Es admitir el riesgo y la incertidumbre. Es reconocer que la existencia, a fin de cuentas un fluir inabarcable y caótico, hay que sobrellevarla con dignidad, serenidad, ingenio, paciencia, hermandad y coraje. Estamos solos y confusos de manera constitutiva y por eso necesitamos imperiosamente de los otros. Y de nosotros mismos regenerados.
La grandeza de nuestra cultura clásica se manifiesta también en que su concepción del ser humano es poliédrica, no reduccionista e integral, con el sujeto como centro. Mientras en otras culturas es la sociedad, o peor aún, el Estado, el factor decisivo, en la auténticamente occidental tal lugar lo ocupa el individuo, la persona, el ser humano real y existente. Desde ahí se establece la vida social. Es ésta una formulación revolucionaria, de colosales derivaciones.
En consecuencia, lo colectivo se construye desde lo individual mientras que lo individual se construye desde sí mismo.
En la cultura occidental, en su porción positiva, el sujeto confía en sí mismo, se aprecia y valora a sí mismo como yo (pero no como ego), se esfuerza en realizar y maximizar todas sus capacidades, atributos y facultades. No delega, no espera intervenciones externas, no mendiga “ayuda”, actúa por sí y desde sí (pero no para sí), poniendo el dar por encima del recibir. Busca lo difícil, admite la complejidad casi infinita de lo real, asume responsabilidades, aprende a controlar el temor y no se amedrenta ante los riesgos. Ulteriormente, y sobre ello, erige las necesarias formas colectivas.
Si la persona es el centro todo lo demás se edifica desde ella, desde su calidad. No hay colectivismo sin sujetos de virtud, sin seres humanos de valía. Es imposible se dé un orden social bueno, libre, una sociedad bien construida, si no está fundado sobre una noción apropiada, verdadera, de lo que la persona ha de ser, y acerca de los modos como ésta debe construirse por libre albedrío.
Eso es lo que hoy aborrecen con todas sus fuerzas el capitalismo transnacional y el mega-Estado/Estados de la contemporaneidad, dado que necesitan desquiciar y desarticular, triturar y laminar, al sujeto, hacerle una nada digna de lástima para sobre-dominarle. Tales monstruosidades están ya contenidas en la noción y la práctica del trabajo asalariado, de manera que mientras no se elimine éste no podrá lo humano florecer ni podrá fluir la vida civilizada, del mismo modo que hasta que la esclavitud no desapareció no se realizó lo positivo del mundo antiguo, en la gran mutación altomedieval, acaecida en buena medida en los pueblos libres del norte de Hispania. Para lograr tal meta el pensamiento clásico, en particular la cosmovisión del amor, central en el cristianismo genuino, es de mucha utilidad.
Ahora, cuando el capital y el ente estatal han adquirido ya un poder enorme, para mantenerlo y seguir expandiéndolo se vuelven contra la cultura clásica, a la que pretenden reducir a objeto de museo, a algo vetusto y polvoriento apartado de la vida real, de los grandes problemas de nuestro tiempo y de la gente de la calle. Ya sucedió en el pasado y ahora vuelve a suceder. Eso explica que la cultura europea haya dejado de ser creativa, lo que equivale a indicar que ha dejado de estar viva y actuante.
La diferencia entre la cultura clásica y los productos culturales hodiernos es que la primera forma al sujeto mientras que los segundos le adoctrinan. Aquélla fomenta la libertad interior, de pensar, de conciencia, mientras que lo en el presente producido, con algunas excepciones, ahoga la vida anímica superior de la persona.
Desde el re-ascenso del ente estatal en los siglos XIV-XV, el desenvolvimiento de las monarquías “de derecho divino” y, sobre todo, desde las revoluciones hiper-estatizadoras de los siglos XVII-XIX, en primer lugar la liberticida revolución francesa, la cultura se ha convertido en un servicio muy bien remunerado a las instituciones, igual que sucedió en Roma a partir de Augusto, o en Grecia desde Platón y Aristóteles.
Pero incluso en ese abominable actuar hay grados. Hoy la meta de las prácticas culturales y estéticas es crear el máximo de conformismo y servilismo, sobre todo por medio de la devastación creciente del sujeto, finalidad de la que únicamente una minoría reducida de obras de creación cultural escapa, a veces sólo parcialmente. Ya no cuentan la verdad ni el rigor, tampoco el ingenio ni el talento ni la belleza, ya no se valoran los contenidos ni las formas, pues todo se juzga por su función política reaccionaria, promover acatamiento irracional al vigente orden de dictadura, o más en concreto, fabricar la personalidad sumisa, el buen ciudadano (que paga impuestos y obedece) y buen trabajador asalariado (que enriquezca al patrono), nunca el buen ser humano.
A quienes desean una revolución completa-suficiente, integral, que envíe a la clase empresarial y el artefacto estatal al museo de los horrores de la historia, compete salvar -lo que significa prestigiar, rescatar, vivificar y actualizar- el lado positivo de la cultura europea, la popular tanto o más que la erudita. Hace siglos esto lo efectuó sobre todo el monacato cristiano revolucionario, ahora lo tiene que hacer el movimiento por la revolución integral, en colaboración con quienes comprendan su trascendencia y significación, quienquiera que sean.
La cultura de los pueblos europeos es por naturaleza universalista, diversa, plural y abierta. Integra, acepta y admite, consciente de su valía y operando sin masoquismos, aunque únicamente incorpora lo bueno de las otras construcciones culturales, no lo negativo, que resiste y combate. Por eso, al profundizar en ella se conecta fácilmente con lo sustantivo de la condición humana. En último análisis, la estructura cultural occidental tiende a hacerse cultura natural global, esto es, normas organizadoras de la existencia humana en lo que ésta tiene de más básico, por encima de formas doctrinales, creencias institucionales, particularidades locales o supersticiones fomentadas.
Hoy, cuando la revolución de los transportes y de las comunicaciones, los movimientos de capital multinacional y la hiper-operatividad de los entes estatales, están creando un escenario mundial unificado por primera vez en la historia, la parte creativa de la cultura europea, que tiene que ser la decisiva, ha de evolucionar hacia cultura natural[1], hacia el ordenamiento de la existencia desde normas a deducir y formular en lo principal a partir de la condición humana misma. Ése es un gran reto de la hora presente.
(Continuará)
[1] Una muestra de lo expuesto la ofrece una obra clásica, “Principios naturales de la moral, de la política y de la legislación”, de Francisco Martínez Marina. Este libro, terminado hacia 1825 no fue editado hasta 1933, por la animadversión -comprensible- que concitó el autor en los agentes políticos institucionales de su tiempo, liberales, partidarios de la monarquía “absoluta” y luego carlistas, hechos piña contra él. Martínez Marina propone que los tres saberes (que son tres y no dos, pues la ética no puede ser ignorada) necesarios para organizar la vida colectiva, la moral, la política y el derecho, tengan un fundamento natural, vale decir, resulten de la esencia concreta humana tal como se manifiesta más allá y al margen de las construcciones ideológicas, clericales o laicas. Esa idea es excelente y muy oportuna hoy. Al argüir de ese modo Martínez sigue una corriente de pensamiento, europea y peninsular, de larga data. Los filósofos cínicos, por ejemplo, sostenían que las normas de conducta personal, la ética, tienen que fijarse a partir de lo primordial y más profundo de la naturaleza humana.
Nota: Los comentarios podrán ser eliminados según nuestros criterios de moderación.