LOS CIEN LIBROS QUE HAY QUE LEER PRESENTADOS DE DIEZ EN DIEZ” (II)

 

Uno de los males mayores de Internet en tanto que nuevo misticismo tecnológico es que promueve la ilusión de que basta con leer sus materiales para alcanzar una madurez reflexiva más que suficiente. Sólo unos cuantos se paran a recapacitar sobre lo banal, ligero y deleznable del 99% de lo que en la Red se localiza, poco más que detritus fabricado por mentes devastadas por la modernidad, siempre totalitaria al ser un régimen contra la libertad de conciencia y la libertad de expresión, militante en pro de la deshumanización[1].

 Si los cerebros han dejado de pensar, y eso ha sucedido en Occidente hace al menos siglo y medio, muy poco de lo que se encuentre en cualquier medio de difusión puede ser valioso.

El capitalismo es el no-pensamiento institucionalizado, pues el burgués sustituye la reflexión por el cálculo y al asalariado se le impide cavilar. El Estado es asimismo una fuerza que milita en pro de la irreflexión inducida de las masas, pues ahí reside la principal garantía de su continuidad y ascenso, mientras que la razón de Estado tiene en la astucia su herramienta mental. Por tanto, desde la instauración del Estado-capital en las revoluciones constitucionales el pensamiento se ha ido desvaneciendo, siendo sustituido por la propaganda. Hoy todo es propaganda, desde la publicidad comercial a los contenidos impartidos por el aparato universitario, todo.

La sociedad actual se mueve por la codicia, el ansia de placer y la voluntad de poder. En consecuencia, en ella no hay sitio ni para la verdad ni para el saber ni para el conocimiento. Aquellos disvalores niegan estos valores, ocupando el espacio social y el esfuerzo mental del sujeto medio.

Para vivir en una sociedad sin propaganda, en la que la verdad, como verdad posible, sea la meta y el substrato de la vida cotidiana se necesita una revolución integral. Sólo ésta puede realizar el gran ideal de la libertad de conciencia.

A ese penoso estado de cosas se une que quienes se dicen “anticapitalistas” no están interesados en la verdad y el saber experiencial, puesto que el activismo, siempre de contenidos socialdemócratas, es compulsivo y obsesivo en ellos. Son autómatas que “luchan”, esto es, que hacen lo que el capitalismo desea en cada momento mientras dicen oponerse a él. Por sí mismos carecen de un régimen reflexivo propio, además de un programa, un plan y una estrategia. Para hacer todo esto hay que pensar y los “anticapitalistas” tienen, más aún que los capitalistas, fobia al acto reflexivo.

 La ideología de la izquierda es el mayor ataque a la esencia concreta humana, a la libertad, a la verdad y a los valores de la civilización, además de a la idea y práctica de revolución, perpetrado en el seno de las clases populares. Dicha ideología es, por sí y por sus efectos, una catástrofe civilizacional.

 La creencia en que es bastante con hurgar y guarrear en Internet, participando en los foros sociales y demás, para estar bien informado y no menos bien orientado en lo reflexivo forma parte de una de las peores alucinaciones del mundo moderno, la creencia en que lo fácil y cómodo, lo rápido e inmediato, lo ligero y frívolo, lo superficial y placentero, debe ser el fundamento del conocer y componente axial de la vida ¿humana?.

 Ya mucho antes de la era cibernética existía la ilusión, que estaba muy extendida en los ambientes de la modernidad, el vanguardismo y el “radicalismo”, de que el manual y el panfleto, cuando no el recetario, la simpleza “provocadora” y la consigna, podían sustituir al saber fundamentado. Orwell ironiza sobre quienes no tienen en su mente más que consignas, “piensan” desde ellas y no logran salir del marco de la publicidad para acceder al mundo del pensamiento verdadero, profundo, iluminante y, por tanto, difícil y arduo. Si, difícil.

 La ilusión de lo fácil, rápido, inmediato y cómodo es lo que despiadadamente explota Internet, y con mucho provecho. Véase, por ejemplo, que Google está incrementando en flecha sus beneficios año tras año gracias en buena medida a los apóstoles “radicales” de la nueva divinidad, la Red.

La víctima de ello es la inteligencia, además del conocer cierto. Podemos acudir al libro de Nicholas Carr, “Superficiales ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?”, para mejorar la compresión del asunto. Irónico es el capítulo “La iglesia de Google” e interesante el conjunto de la obra, a pesar de sus obvias carencias y debilidades. No es un texto profundo y no puede serlo, viniendo de donde viene, pero aún así aporta.

En particular, la juventud, tan permeable a las operaciones ideológicas que lleguen desde arriba con el marchamo de “novedoso” y “rompedor”, es víctima de la ideología que en sí misma segrega la Red, ese apenas nada revestido de una apariencia de muchísimo y de imponente. Esa juventud tiene un déficit de radicalidad, una falta obvia de decisión, una carencia de autonomía personal-grupal y de voluntad de arriesgarse a pensar por su cuenta. El juvenilismo la ha desorganizado y devastado.

Sea como fuere, sólo la lectura de los grandes textos -libros- elaborados durante siglos por autores muy diversos puede proporcionar una sabiduría mínima suficiente, y está en condiciones de realizar la construcción prepolítica del sujeto, que es lo que pretende la lista de cien obras de necesaria lectura. Leerlos demanda esfuerzo, tiempo, concentración, serenidad, paciencia, algo de sufrimiento y mucho de voluntad. No leerlos es condenarse a sí mismo a la exclusión y la marginalidad, además de a la inanidad e inoperancia personal, cultural, creativa y política.

 El ahora es fugaz (además de negativo) y sólo la percepción estratégica del mañana es capaz de movilizar nuestra inteligencia, sociabilidad y voluntad. Ahora es el momento de pensar en lo que tal vez será, como posibilidad, puesto que lo que es o puede ser aquí-yahora no es revolucionario. Por eso la idea de futuro es decisiva, y quien dice futuro dice preparación para él, como tiempo en que, quizá, crear una nueva sociedad, un nuevo ser humano y un nuevo sistema de convicciones y valores. Quienes ahora no se autoconstruyen nunca podrán desempeñar una función decisiva en el decurso de los acontecimientos y en la marcha de la historia. El simplismo mental y el activismo los esterilizan y devastan.

En particular, los cien libros básicos son de útil lectura para las mujeres y a ellas se los recomiendo muy calurosamente, además de con el necesario afecto. Durante siglos el patriarcado ha marginado a las féminas apartándolas de las fuentes del saber trascendente. Por eso ahora, en la lucha contra el nuevo patriarcado, la apropiación por las mujeres de tales saberes es de una importancia descomunal para llevar adelante su proceso de liberación total, en el marco de una revolución integral que dé al traste con el Estado y el capital, creando una sociedad libre, autogobernada en asambleas y autogestionada.  

Una advertencia última es que criticar a Internet, y comprender su perversidad, no implica dejar de utilizarlo. Primero, porque no vivimos en una sociedad libre por lo que, de facto, no hay libertad para escoger y la Red es una imposición entre otras muchas. Una vez que el régimen actual se ha constituido como un orden totalitario con la Red como elemento significativo, todas y todos estamos forzados a utilizarlo de un modo u otro, pues su no-uso lleva aparejadas sanciones y exclusiones tan fuertes que no es posible mantenerlo, por lo general. Pero es muy distinto integrarse en el universo de lo cibernético con entusiasmo que hacerlo a la fuerza, sabiendo los males de tal opción, que no es una elección libre y que, en definitiva, se usa Internet a fin de crear las condiciones para su crítica fundamentada, entre otras metas.

Tratados estos asuntos, pesemos a los libros.

Once. “Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres”, por Diógenes Laercio, incluido en el tomo “Biógrafos griegos”, Madrid 1973. Lo mejor de él es lo que enseña de los filósofos cínicos. Además es necesario leer lo que apunta sobre Aristipo de Cirene, filosofillo (dado lo insustancial, tópico y elemental de sus aserciones no se le puede llamar de otro modo) partidario del placer. Además, enfatiza la muy cordial relación entre éste y los potentados de Grecia en su tiempo, asunto que cabe trasladar a la hora presente para juzgar con acierto a los hedonistas contemporáneos, que se creen, ¡qué locura!, “revolucionarios”. 

Lo más enjundioso de la obra es la parte que destina a los cínicos, como se dijo. Es mejor leerla de primera mano para contrarrestar la falsificación que los profesores hacen de aquéllos, para mayor gloria y poder del Estado. Hay que comenzar con Antístenes, discípulo de Sócrates. Lo que el fundador del cinismo recomienda es tranquilidad de ánimo, continencia y paciencia. Célebre es su rotunda frase antihedonista, “prefiero caer en la locura antes que rendirme al placer”, reflexión que señala algo obvio, que los placeres como sistema nos privan de la libertad, de la fortaleza interior y de la sociabilidad. Diógenes el Can preconiza “una vida frugal y parca” considerando al dinero “la metrópoli de todos los males”, lo que hará padecer a los socialdemócratas y a sus escuderos en la izquierda, extrema izquierda y gueto político, que viven para organizar “luchas” por más y más dinero, a lo que llaman “anticapitalismo”. Al parecer, Diógenes fue ateo, y lo mismo se supone de Antístenes. También interesante es Crates, ascético y frugal, que se desprendió de toda la riqueza heredada y vivió siempre en la pobreza voluntaria. Menedemo, otro cínico, tenía como meta “vivir según la virtud”, que en realidad es el lema de todos los cínicos, menospreciando “la riqueza, la gloria y la nobleza”.

Como complemento, se ha de recordar que Luciano de Samósata aduce que la idea suprema de la escuela cínica era “despreciar la muerte y ser fuertes en los sufrimientos”, lo que está en las antípodas del hedonismo, el epicureísmo y el felicismo. 

Dicho de forma directa, el cinismo es un anti-hedonismo que busca la libertad del sujeto por medio del rechazo del placer y la admisión voluntaria del esfuerzo, el dolor (Diógenes caminaba descalzo sobre la nieve en invierno, para endurecerse, además de realizar otras prácticas ascéticas similares, para, en palabras de D. Laercio, “acostumbrarse de todos los modos al sufrimiento”) y el autocultivó de la fortaleza y el coraje personal, en vez de la abundancia material, las comodidades, el consumo y el bienestar. Todo ello siglos antes del cristianismo, apostilla necesaria para quienes al aferrarse al anticlericalismo burgués se hacen fanáticos e ignorantes autosatisfechos, además de flojos, por tanto, serviles ante el ente estatal y el capital.

 También es interesante la sección que Diógenes Laercio destina a los filósofos estoicos, comenzando por Zenón. Éstos son una continuación de los cínicos. Conviene estudiarla.

Una catástrofe histórica y actual ha ocasionado el error de los obrerismos decimonónicos, en particular el marxismo, al tomar posición al lado de los hedonistas del pasado y en contra de los cínicos. A través de la Ilustración, los “filósofos” franceses, la economía política y el socialismo utópico Marx llegó a la conclusión de que lo acertado era preconizar la abundancia de bienes materiales, con indiferencia hacia los bienes espirituales, y no la posición de los cínicos, centrada en que éstos son deseables y aquéllos indeseables.

En su apología de la riqueza, típicamente cirenaica (esto es, partidaria de la escuela de Aristipo de Cirene, antes citado), Marx concluyó que sólo un desarrollo colosal de las fuerzas productivas, en primer lugar de la tecnología y la industrialización, podía crear una sociedad ideal, sin clases. Esto llevó, por ejemplo en la Unión Soviética, a un productivismo y culto por la técnica descomunales, de donde resultó una sociedad aun más jerarquizada, vertical y desigual que la zarista. Si al principio de la revolución no había burguesía, al haber sido expropiada, y el Estado derribado, pronto una y otro fueron reconstruidos en el proceso mismo de fomentar al máximo la riqueza material. La burguesía nueva, de Estado, surgió en el seno mismo del Partido Comunista, igual que el Estado. Esa burguesía comunista, luego ex-comunista, es la que hoy tiene el poder en Rusia.

Es lógico que así sea puesto, que la idea misma de abundancia material es al cien por cien burguesa, si se defiende y aplica, ella misma crea y recrea sin cesar a la burguesía. Sólo la concepción opuesta, la de los filósofos cínicos, tiene capacidad intrínseca, aunque no ilimitada, para poner fin a la sociedad burguesa. Por eso la apoyo y preconizo, en ella misma y en sus derivaciones posteriores, el estoicismo y el cristianismo revolucionario, escuelas que estuvieron bastante influidas por el cinismo griego.

Esta interpretación contiene una gran cantidad de problemas de muy difícil intelección pero, con todo, parece bastante acertada. Tales deberán tratarse en el futuro para darles solución, si es que la tienen, que no está claro que sea así. Veremos.

Conviene no confundir la escuela cínica con la epicúrea, otro de los puntales del pensamiento marxista e izquierdista en general. La diferencia es que la primera rechaza la idea de bienestar y felicidad en todas sus manifestaciones, considerando que el placer es negativo mientras que Epicuro hace de la evitación del dolor el todo de la existencia. En realidad éste sigue a Aristipo de Cirene en una versión más refinada, considerando que el placer es bueno pero que su forma principal es la ausencia de sufrimiento físico y psíquico. Los cínicos, con alguna inconsecuencia en diversos casos, entienden que el centro de la existencia es el esfuerzo, el robustecimiento personal psíquicofísico y el perder el miedo al dolor y al sufrimiento, para forjarse una personalidad capaz de hacer frente a todas las dificultades de la vida, conquistando una forma superior de autonomía individual y de libertad en pensamiento y actos.

Es por todo ello lógico que se haya calificado al cinismo de “filosofía del proletariado griego”, mientras que el hedonismo era la de las clases adineradas, lo mismo que su variante selecta, el epicureísmo. Éste y Platón, el gran estatólatra, fueron los peores enemigos de los cínicos.

La categoría central del cinismo es la fortaleza, de ánimo y corporal. Esa es su principal virtud, la que hay que promover. La noción medular del par hedonismo-epicureísmo es el bienestar, el goce y la acumulación de satisfacciones. De ahí deducen que si para el primero lo primordial es el ser humano, la persona autoconstruida con vistas a considerar la existencia como un esfuerzo sin fin, para el segundo lo decisivo son los medios materiales que hacen posible una vida agradable, la riqueza. Hay, pues, un antagonismo.

Ciertamente, el capitalismo no puede desarrollarse en una sociedad y con unos individuos que compartan el ideario cínico, expresado en la frase “los dioses no necesitan nada y los que se asemejan a los dioses necesitan lo menos posible”. Esto es una invitación al consumo material mínimo, a una frugalidad sustantiva y permanente, que es todo lo contrario del ideal capitalista, producir cada vez más y consumir cada vez más, hasta destruir al planeta y destruirnos como seres humanos.

La adhesión del marxismo a Epicuro, directa e indirecta (a través de ilustrados y utopistas) mete el proyecto y proceso revolucionario en un callejón sin salida, pues su idea del placer moderado y la evitación del dolor, por un lado, conduce a la noción de bienestar como ideal, con lo que lleva aparejado de productivismo y tecnicismo, por tanto de necesidad de que exista el Estado y el capitalismo, en la fase histórica actual. Por otro, el credo hedonista-epicúreo que está en la base del izquierdismo crea unas personalidades medrosas, huidizas, flojas, débiles, egotistas e incapaces, que son poco aptas para la acción revolucionaria.

Esto se manifestó en la guerra civil, 1936-1939, en la que la calidad humana de quienes combatieron con Franco fue, a menudo y por desgracia, superior a los que estuvieron en el bando republicano, debido a que aquéllos eran más bien estoicos, por influencia del clero de ese tiempo (ahora, por el contrario, la Iglesia preconiza y enseña una forma bastante ñoña de epicureísmo, en coincidencia con la izquierda), y éstos decididamente hedonistas y epicúreos. Ello fue un importante factor causal de la victoria del fascismo. La fe placerista cooperó de hecho, y por tanto, con Franco, en esto manifiestan su perversa naturaleza política y la verdadera condición quienes la preconizan para el pueblo.

Además, considerando que hedonismo y epicureísmo son ideologías hechas suyas por la burguesía (Marx las toma de los ideólogos primeros de la sociedad estatal-burguesa, los ilustrados y “filósofos”), ¿cómo pueden realizar el ideal de una sociedad antiburguesa? La respuesta que dicta el sentido común y que avala la práctica es que no pueden. En cualquier sociedad postcapitalista posible el placerismo y epicureísmo tenderán a reconstruir el capitalismo. Sabemos que es así porque ha sucedido en todos los países en que ha habido revoluciones proletarias o populares, que no han sido pocas en el siglo XX.

La conclusión final es que el marxismo es una forma de ideología, política, axiología y economía burguesas. Negarlo es imposible, dado que reproduce los más esenciales disvalores y metas de la burguesía, desde la abundancia de bienes materiales al desprecio por los bienes inmateriales y la desvalorización radical del sujeto. Por tanto, no puede haber revoluciones antiburguesas desde el marxismo, y si por circunstancias históricas harto peculiares tienen lugar (como sucedió en Rusia en 1917) aquél se encarga, por su lógica interna como teoría, de desbaratarlas, desnaturalizarlas y hacerlas fracasar. Para eliminar el capitalismo se necesita una cosmovisión como la del cínico Crates, que exhortaba a vivir en “el país de la Modestia y la Escasez”, fórmula que expresa un bellísimo idea de vida, si se incorpora el afecto y la voluntad de verdad.

El futuro, si es que lo hay y si es que tiene que venir de nuevos procesos revolucionarios, ha de asentarse más en el ideario cínico, estoico y cristiano que en el marxismo y en las demás ideologías que toman porciones sustanciales de éste.

En definitiva, la cosmovisión cínica, al enfatizar la calidad del sujeto y la axiología pero no el desarrollo económico y tecnológico, está a favor de los valores fundamentales de lo humano, mientras que el marxismo, al olvidar aquélla, los arruina y devasta. Por eso el izquierdismo es barbarie e incivilidad, y por eso está siendo utilizado a gran escala por la burguesía actual para destruir al sujeto de las clases populares, varón y fémina, lo que es esencial para el progreso de la acumulación del capital y la creación de una sociedad hiper-dócil ante la clase empresarial y el poder estatal.

Es de sentido común que sólo seres humanos de calidad pueden derribar el capitalismo-Estado y construir una sociedad libre. Y también es de sentido común que el placerismo, el hedonismo y el epicureísmo devastan y anulan a la persona. Ése es el gran error del marxismo, a fin de cuentas. Cuando concibe el decurso de la historia como un movimiento sin sujeto-sujetos, como un proceso sometido a supuestas leyes naturales en el cual el individuo, en tanto que ser social y personal al mismo tiempo, es una realidad o nula o insignificativa, redondea la operación de negar, excluir y aplastar al individuo, en la que el capitalismo estaba interesadísimo desde sus orígenes.

De ese modo Marx se convierte en fundamental sostenedor del capitalismo, que afirma querer finiquitar. Eso explica que los partidos marxistas hayan sido, y siguen siendo, partidos de orden, y que allí donde han tomado el poder del Estado han originado un ultracapitalismo mucho peor que el que derrocaron, por ejemplo, en China o en Corea del Norte.

Una reflexión final sobre estas cuestiones, tan fundamentales, se refiere al anticlericalismo burgués como al mismo tiempo apología del capitalismo, loa fanatizada de la dictadura estatal y genocidio cultural.

Para comprenderlo mejor comenzaremos señalado que Diógenes de Sínope, el cínico más conocido, vivió hacia 412-323 antes de la era cristiana (Antístenes, creador de la escuela, en torno a 450-370), siendo pues varios siglos anterior a la emergencia del cristianismo. Incluso está cronológicamente antepuesto al ascenso del movimiento esenio, antecedente inmediato del cristianismo en Palestina. Por tanto, el ideario de repudio de la riqueza material, el dinero y el placer se dio mucho antes que la cosmovisión cristiana. Hoy sabemos que ésta toma tales ideas en buena medida del movimiento cínico, existente en Palestina en las fechas en que se forman los esenios y su continuador el cristianismo.

Esa vinculación entre cinismo y cristianismo la enfatiza, entre otros varios autores contemporáneos, B.L. Mack en “El Evangelio perdido”. Pero ya en la Antigüedad tal cuestión fue señalada, por ejemplo, por Elio Arístides y por Juliano. Que eso es exacto no puede ponerse en duda. En realidad el cristianismo revolucionario es una forma muy militante, además de mucho más política, sin dejar de ser ideológica, de cinismo. Podría decirse que supera el eticismo e individualismo a que propende el cinismo, al menos según las versiones que nos han llegado, probablemente no del todo objetivas.

El cristianismo narra la historia de un héroe, Cristo, que es la nueva versión del Heracles cínico, titán que realiza los famosos 12 trabajos. Aquél elabora una cosmovisión revolucionaria, que enseña que el amor es Dios y que los seres humanos deben organizar su vida política y económica desde la gran idea seminal del amor. Por eso choca contra el Estado romano y es prendido, torturado y muerto por éste. Frente a la cobardía sin límites de los epicúreos y el servilismo hacia los poderosos de los hedonistas, el cristianismo presenta como modélico al héroe muerto en la cruz, ensalzando el sufrimiento por amor y la muerte en pos de la revolución. No hay que olvidar que Heracles, a quien los cínicos tomaban como ejemplo, se guiaba por tres principios: no enfurecerse, no desear las riquezas, no amar el placer.

La mayoría de los estudiosos del cinismo señalan que el ascetismo y los ejercicios ascéticos son consustanciales a aquél. En realidad, poseer una ascética personal razonable forma parte del bagaje necesario para autoconstruirse como seres humanos de calidad, con autonomía personal, energía espiritual y aptitud básica para abordar los grandes problemas de la existencia y condición humana. El hedonismo, epicureísmo y eudemonismo, al negar eso, se ponen en evidencia como ideologías para la destrucción de la persona.

Las agresiones del anticlericalismo burgués al cristianismo, que no diferencia entre éste y su peor enemigo, la Iglesia, y que enfatizan siempre lo magnifico del hedonismo, el epicureísmo y la ideología del placer, supuestamente negadas por el clero, son, en definitiva, un ataque al ideario cínico. También al estoico. Se reducen a una contraofensiva de los seguidores tardíos de Aristipo de Cirene y Epicuro contra sus sempiternos enemigos filosóficos. De acuerdo, pero ¿al servicio de quién está hoy todo ello? La respuesta resulta obvia: es la burguesía y la máquina estatal quienes promueven tales acometidas, pues so pretexto de combatir al clero los ignorantes y virulentos anticlericales arrojan tanto cieno sobre el cinismo que éste se hace imposible de admitir, e incluso de comprender, por las personas de hoy.

Nietzsche, desde su descomunal ignorancia disimulada tras los oropeles de una erudición de pacotilla, es el sayón número uno en la arremetida contra el ideario cínico tomando al cristianismo como pretexto, al que ni siquiera logra diferenciar del clero. Pero el cinismo es una ideología de héroes y por eso será siempre venerada por las y los mejores, mientras que la verborrea nietzscheana lo es de mediocres y cobardes que se creen “superhombres”, esto es, de fascistas, de facto o en potencia.

El anticlericalismo burgués ha logrado algo decisivo para el capital, que hoy casi nadie ponga en duda la validez como filosofía y como verdad del placerismo y su versión más refinada y decadente, el ideario de Epicuro. Es más, se parte de la creencia en que una revolución “anticapitalista” ha de crear una sociedad volcada en los placeres, una especie de perpetua bacanal de hiper-consumo, jugueteo con objetos técnicos y molicie sin fin, realizable gracias al desarrollo de las fuerzas productivas, la tecnología y la mecanización, lo que es una aberración descomunal, dado que comienza negando lo que afirma.

Con todo ello, la persona es destruida, pues no puede haber autoconstrucción del sujeto al margen del ideario cínico-estoicocristiano actualizado y adecuado a las realidades del siglo XXI. Además, la concepción del mundo básica del capitalismo es afirmada de la manera más rotunda. En tercer lugar, la naturaleza es devastada a lo grande con la idea del placer, con el consumo y el Estado de bienestar, dado que el planeta, como realidad física, es a fin de cuentas finito. Por tanto, todos son ganancias en este maquiavélico montaje, para el capital y sus agentes.

Un dato más. Se admite que Diógenes el Can escribió un libro, hoy perdido, titulado “Politeia”, en que defendía la liquidación de la propiedad privada y el paso al colectivismo. Platón, por el contrario, preconiza un “colectivismo” de Estado, en el que las clases populares sean siervos del ente estatal. Epicuro vivía con sus esclavos en “el jardín”, angustiado siempre por la idea de padecer el menor sufrimiento, de tal modo que renunció a vivir por miedo a sufrir…

En conclusión: amigos y amigas, ¡leed a los cínicos! Y hacedlo, por favor, desde los problemas de nuestro tiempo, no de una manera académica, no como si fueran piezas de museo, algo que nada tiene que ver con los asuntos más acuciantes de nuestro tiempo.

Doce, “Los instrumentos del imperio. Tecnología e imperialismo europeo en el siglo XIX”, Daniel R. Headrick, Madrid 1989. Estamos ante un libro modesto en la intención que, sin embargo, expone verdades decisivas por el procedimiento más directo y efectivo, mostrar los hechos y dejar que la lectora o lector saquen conclusiones.

Lo que evidencia es que la tecnología no tiene como principal propósito el desarrollo de las fuerzas productivas, ni su meta primera es incrementar la productividad del trabajo, sino proporcionar a los Estados imperialistas, en primer lugar a sus ejércitos, potentes elementos de ataque. Estudia el caso de las cañoneras inglesas en la intervención de esta potencia en Asia, el significado de las armas de retrocarga para el imperialismo europeo decimonónico en África, la función desempeñada por el vapor aplicado a la navegación, el telégrafo, el ferrocarril y la ametralladora en varios escenarios, entre otros inventos relacionados con el logro de un imperio mundial para Inglaterra.

Cuando todavía muchos siguen viendo en la técnica un elemento de “liberación”, que va a permitir no se sabe qué milagros sociales, en primer lugar vivir deliciosamente consumiendo sin límites con jornadas de trabajo minúsculas, este sobrio y riguroso libro les sacará de su error, o mejor, de su patético ensueño.

La tecnología ha sido y es cosa de los ejércitos, que la usan con fines militares. Hoy el 50-70% de los investigadores, técnicos e ingenieros trabajan para los Estados Mayores. Aplicada a la producción la técnica se dirige, en primer lugar, a sobre-dominar a las y los trabajadores en su puesto de producción, a desorganizarlos psíquicamente, deshumanizarlos y degradarlos aún más. ¿Incrementa los rendimientos? En un cierto número de casos sí, pero eso equivale a decir que la clase burguesa es aún más poderosa económicamente y, por tanto, más apta para dominar mejor a los explotados, lo que aleja la posibilidad de revolución. En muchísimos casos no, pues busca meramente sobredominar a los trabajadores, teniendo además unos costes ocultos colosales.

En una situación post-revolucionaria ¿se deberá mantener activa una tecnología sólo porque es más productiva aunque devaste espiritual y físicamente a las mujeres y hombres que realizan la producción? Contestar afirmativamente a esto es una monstruosidad.

La solución no es la abundancia por la tecnología sino la escasez decorosa con autoconstrucción de sujetos fuertes, autónomos, soberanos y libres. Es la libertad la meta estratégica, también en el acto productivo, no la riqueza ni el bienestar por medio de la técnica[2].

Trece. “La condición obrera”, Simone Weil, Buenos Aires 2010. Es un texto a leer junto con el libro de Harry Braverman, recomendado con el número cuatro. Weil hizo lo que nunca hicieron los jerarcas del marxismo, entrar a trabajar como asalariada en una gran empresa. Así pudo ver qué es realmente la condición obrera por encima de la retórica abstracta y puramente deductiva de que se valen aquéllos, mera chatarra verbal para uso de gentes sin cerebro. La autora califica de “payasada” lo preconizado por tales.

Señala que el salariado sobre todo ocasiona el “renunciar a pensar”. Eso en primer lugar, pero añade que dada la organización del trabajo, los trabajadores (en este caso concreto las trabajadoras) “se hacen la competencia”, lo que arruina el compañerismo y la sociabilidad. Luego sigue estudiando cómo, uno tras otro, los atributos de lo humano van siendo destruidos por el régimen salarial capitalista, del que resulta la deshumanización integral del obrero y la obrera. Señala además que, según progresa la racionalización del trabajo, se incrementa su letalidad, lo que también advierte Braverman.

Todas estas reflexiones basadas en observaciones muy precisas plantean problemas colosales: que el lector o lectora reflexione sobre ellos en soledad.

¿Recogen las aportaciones de Weil los autoproclamados “anticapitalistas”? No, éstos lo resuelven todo con cuatro recetas, a cuál más aciaga: a) el capitalismo de Estado, que es a menudo peor, por hiper-militarista, que el capitalismo privado, b) la demanda de salarios más elevados, c) el triunfo de los partidos de izquierda, d) la mitificación irracional de la tecnología . Su política, como vemos, es reforzar el capitalismo.

Catorce. “Costumbres comunales de Aliste”, Santiago Méndez Plaza, Madrid 1900 (hay edición de 2002). Es una de las obras cardinales para conocer de manera objetiva la situación y existencia de la gente rural en la fase en que ya está empezando a ser gravemente maleada y desnaturalizada por la modernidad estatista pero aún conserva mucho de lo auténtico y tradicional.

Con todo, Méndez, un culto discípulo de Joaquín Costa de origen urbano, realiza un trabajo harto incompleto al describir los modos de vida en las aldeas de la comarca del río Aliste (Zamora) a finales del siglo XIX. Ignora demasiadas cuestiones y malamente comprende lo que observa. Pero con todo es de lo poco que existe a la hora de analizar imparcialmente ese universo, el rural pre-moderno, aunque, como digo, en Aliste muchas de las temibles marcas de la modernidad ya se manifestaban en ese tiempo. En efecto, la revolución liberal, la introducción de los Ayuntamientos Constitucionales por la Constitución de 1812 con relegación del concejo abierto y las sucesivas desamortizaciones (1770, 1813, 1855), privatizaciones, había alterado sustantivamente el mundo tradicional rural, allí y en todas partes incluso en una fecha que hoy luce tan temprana como 1897, año en que, al parecer, fue redactado el texto.

 Será esclarecedor leer paralelamente este libro y el número trece, el de Simone Weil sobre el proletariado, para comprender hacía donde va realmente la historia, si progresa o regresa, si mejora o empeora, si el ser humano se hace o se deshace. Desde luego, el compendio de horrores que describe Weil no era hallable, ni de lejos, en Aliste entonces, pero no es menos cierto que esta comarca está hoy casi despoblada y que muy poco, en realidad nada, queda en ella de los elementos positivos que Méndez describe. Sus gentes emigraron en masa en los años 60 del siglo pasado a las ciudades y a la industria…

Cuando algunos sabelotodo peroran contra la “idealización” del mundo rural preindustrial, lo primero que se les ha de demandar es que pongan sobre la mesa sus fuentes. No las tienen. Se reducen a repetir los tópicos institucionales sobre esta cuestión. Por mi parte he procurado documentarme todo lo posible, y creo haber leído lo más fundamental editado, además de acudir a documentación primaria y a numerosos testimonios orales.

Es portentosa la arrogancia de estos sujetos, que se creen aptos para definirse sobre todo sin haber estudiado nada y sin haberse esforzado. Su capacidad para transformar su ignorancia en intervención verbal pasma. Debe ser que como siempre hablan a favor del sistema sienten dentro de sí la fuerza que otorga el saberse respaldados por el doble poder del capital y el Estado. En eso reside, al parecer, su formidable asertividad, falta de escrúpulos y agresividad. Ciertamente, no han leído “El arte de callar” del abate Dinouart, obra antigua, de 1771. 

Quienes estamos en opuesta posición tenemos que estudiar muy cuidadosamente todo, esforzándonos al máximo, con mucho sacrificio y dedicación, a fin de aproximarnos, aunque sólo sea un poquito, a la verdad en esta materia. Por eso ellos suelen ganar siempre y nosotros perder casi siempre.

Una reflexión añadida es que la formación social propia del universo rural tradicional, creada por la revolución de la Alta Edad Media hispana, convierte en realidad el ideario cínico-estoico-cristiano, en la sociedad comunal, concejil, no sexista y consuetudinaria. El nexo de unión es el monacato cristiano revolucionario, cuya máxima expresión es la obra de Beato de Liébana. El substrato social de tal revolución, una de las más grandes conocidas, si bien incompleta y parcial, fueron los estilos de vida y la axiología de los pueblos del norte de la península Ibérica poco y mal romanizados, en especial cántabros, astures y vascones.

Quince. “La insignia”, León Felipe, recogida en “Poetas en la España leal”, Madrid-Valencia 1937. Este poema de León Felipe es un antídoto contra algunos de los peores males de nuestro tiempo, la cobardía, la mediocridad, el cotidianismo, el hedonismo, el vivir para lo pequeño, el felicismo (eudemonismo), el pragmatismo, la pereza y la ramplonería. Sin pedir perdón Felipe canta a “la Épica” y a “los héroes”, señala que “el hombre heroico es lo que importa” y que nuestra liberación vendrá del “esfuerzo del heroísmo colectivo”, de “la dictadura del heroísmo”, estado de tensión espiritual que va de dentro afuera en la persona y que la eleva a sus máximas y mejores expresiones de existencia.

Añade algo que hará retorcer las manos de ira al izquierdismo zampabollos, corruptor del alma popular hasta arrancar de ella el último átomo de épica, heroísmo, energía y generosidad, “la vida no es ni ha sido nunca/ una cuestión de felicidad, / sino una cuestión de heroísmo”. Tremendo. ¿No será Felipe también “clerical”, o quizá “feudal”, o tal vez “fascista”, por oponerse a la felicidad, esto es, al placer y al disfrute, para preconizar el heroísmo? No, no lo es, pero las y los muchos que así piensan es porque tienen tan interiorizada la concepción burguesa del mundo, cuyo centro es la felicidad, que no logran sacudírsela de encima en ninguna circunstancia. Por eso sus vidas están siendo sacrificadas a la mediocridad, la mezquindad, la estrechez de miras y la pequeñez.

Quienes viven en lo ramplón y cotidiano ignoran lo mejor de la existencia, aquella parte que exulta por el esfuerzo y el sacrificio. En ella nos transformamos en seres superiores, en mujeres y hombres nuevos.

Se puede argüir que el poema está escrito en la guerra civil, lo que justifica tales aserciones. Pero no es así. Hay un heroísmo bélico y militar, inferior con todo, y un heroísmo civil, que es el superior por más difícil y más necesario. Se manifiesta como una permanente grandeza del ánimo por la que el sujeto se atreve a realizar las tareas más arduas y asumir los compromisos más dificultosos con olvido de sí, la mente puesta en la excelencia de sus fines, dándolo todo y dándose él. El heroísmo, como aspiración y práctica, eleva y magnifica a la persona, mientras que la felicidad, en tanto que lúgubre fantasía e imposibilidad al mismo tiempo, la empequeñece, deshumaniza y devasta[3].

Pero continúa Felipe diciendo, “no buscamos la felicidad”. Esto, en la sociedad de la felicidad forzosa y obligatoria con majaderos como Eduardo Punset como primeros oficiantes, es toda una blasfemia. Llama a avanzar, “por un camino heroico”, idea excelente pues el heroísmo es vía y es meta, un modo de ser y estar tanto como proyecto estratégico, ya que la vida buena es siempre vida esforzada, esto es, heroica, lo que muestra una verdad eterna dado que mientras el ser humano siga siéndolo estará llamado a obrar épicamente.

Curarnos de la molicie y la mediocridad, de la falta de energía interior y del apoltronamiento psíquico en que el orden estatal-burgués nos tiene sepultados, demanda leer cuidadosamente y, sobre todo, practicar, vivir, realizar, este poemilla.

Dieciséis. “Comentarios al Apocalipsis de San Juan”, Beato de Liébana, en “Obras Completas”, tomo I, Madrid 1995. Terminado en el año 776 en un monasterio lebaniego, es un texto imprescindible para inteligir la revolución de la Alta Edad Media hispana y, por tanto, también un milenio de nuestra historia, pues son la revolución liberal y la Constitución de 1812, verdadera contrarrevolución, las que tiran por tierra y deshacen lo entonces realizado, aceptable pero no perfecto, ni mucho menos.

Leer a Beato es difícil, muy difícil. Para comprenderlo se ha de, primero, consultar la obra que comenta, el “Apocalipsis” de san Juan, estudiar la historia y contenidos del cristianismo, entender el surgimiento del movimiento monástico a partir de éste, una vez que el Estado romano fabricó un pseudo-cristianismo, la Iglesia, y examinar el movimiento donatista, norteafricano. Pero eso no es todo, hay que entender la historia peninsular en el milenio anterior a la confección de los “Comentarios”. ¿Arduo?, sí, pero los caminos fáciles no llevan lejos, en realidad no llevan a ninguna parte salvo a destruirnos psíquicamente.

Además, hay que leer el texto comprendiendo sus sobreentendidos, que son muchos, localizando y desechando las interpolaciones, añadidos y mutilaciones, cotejando los diversos manuscritos que han llegado hasta nuestros días (en ese sentido la edición que se cita arriba está marcada por un mal hacer en ese terreno) y alcanzar así una comprensión suficiente del contenido.

Para el estudio de la historia del movimiento insurgente cristiano anti-romano del norte de África un libro aceptable, ya que no de calidad por la parcialidad del autor, es “Estudios sobre el Donatismo, Ticonio y Beato de Liébana”, de E. Romero Pose. Dicho movimiento tiene mucho en común con los levantamientos bagaúdicos, del siglo V, en Hispania y en las Galias, en los que también estuvo presente como fuerza revolucionaria, al parecer, el cristianismo.

 Establecido el contexto, entremos en los contenidos. Beato expone el ideario cristiano original, diferente del de la Iglesia institucional, con la que mantiene una sonada polémica, en concreto con el jefe de ésta en ese tiempo, Elipando. El centro de la obra es la lucha contra los falsos cristianos, que han adulterado el ideario originario, y que se suman a los poderes constituidos en vez de seguir la exhortación del “Apocalipsis” a resistir a las instituciones. Con particular saña vitupera a reyes y prelados, una y otra vez, a los que presenta como la quintaesencia de las fuerzas del mal, dado que su índole es el desamor y el odio, la codicia y la posesividad, el afán de dominar y el despotismo. En ese contexto va desgranando, en un lenguaje difícil de seguir por su erudición, los criterios de fortaleza interior, comunidad, renuncia de sí, espíritu de sacrificio, espiritualidad y vida hermanada.

Se ha de añadir que leer el “Apocalipsis” de san Juan no basta para entender a Beato y la revolución de la que forma parte. Hay que estudiar asimismo el resto de la obra escrita de aquél, para aprehender la caracterización de la Divinidad como amor, y también “Hechos de los apóstoles”. Aquí se expresan cinco de las categorías esenciales de la revolución cristiana, la asamblea como modo de tomar decisiones en la comunidad de los iguales, la renuncia total a la propiedad privada, la prevalencia de los bienes espirituales sobre los materiales, la necesidad de que cada cual viva de su propio trabajo manual, para no explotar a nadie, y el compartirlo todo, esto es, la propiedad comunal por amor.

Ahí, en el marco de tales obras y tales formulaciones, se sitúa exactamente Beato. Comprenderlas es comprenderle, del mismo modo que comprenderle es comprendernos, pues pocos autores han influido tanto en nuestra historia como él, asunto que incluso se manifiesta en las docenas de códices de su libro que nos han llegado.

Diecisiete. “La tradición benedictina. Ensayo histórico”, Tomo I, García M. Colombás. Es éste uno de los poquísimos libros relativamente asequibles que ofrecen una visión de conjunto, si bien muy sesgada, del monacato cristiano revolucionario.

Todo ello ha sido ocultado al gran público, al que apenas se permite saber nada de la cuestión, y lo poco que le llega está asombrosamente manipulado. Podemos decir que la férrea censura del Estado laico, apoyada por la intelectualidad atea aferrada acríticamente al perverso, reaccionario y ya del todo obsoleto en lo cognoscitivo discurso ilustrado dieciochesco, funciona con una temible perfección.

El autor se sitúa en la ortodoxia eclesiástica y hace lo que puede, también, para presentar de la manera más desnaturalizada lo que fue realmente el movimiento monástico, como negación revolucionaria del mundo romano, una vez que es creada la Iglesia en el siglo IV. Quienes no admitían a ésta, por creerla anticristiana, inician un movimiento de búsqueda de nuevas formas de vida acordes con el ideario evangélico auténtico, que va a desembocar en el monaquismo.

Éste, en esencia, consistió en escapar a lugares remotos, desiertos y montañas, para constituir comunidades humanas autosuficientes (en ocasiones integradas por varones y mujeres, como es el caso del monacato dúplice hispano), ajenas al Estado, que vivían de su propio trabajo, practicaban el colectivismo total sin nada de propiedad particular, dedicaban bastante tiempo al estudio y promovían el desarrollo integral del individuo, a lo que denominaban virtud. Dada la descomunal degradación que había conocido la persona en el mundo clásico en la etapa de su decadencia, a partir del siglo III sobre todo, la recuperación de la valía y calidad del sujeto era una de las grandes metas del movimiento monástico. Su idea, muy exacta, es que sólo reconstruyendo al sujeto se podría rehacer la sociedad.

Para organizar la vida colectiva las comunidades solían escribir reglas, esto es, reglamentos o estatutos en los que se regulaba la vida del grupo monacal, con los derechos y deberes de sus integrantes. Hubo muchísimas reglas, algunas famosas como la benedictina (que se atribuye a san Benito, siglo VI), a la cual se adscribe el autor del libro comentado. Para el estudio de sus primeras expresiones a mediados del siglo IV se puede acudir a “Pacomio. Reglas monásticas”, R. Álvarez Velasco.

El monacato cristiano revolucionario contribuyó de muchos modos a salvar la civilización tras el desplome de las sociedades de la Antigüedad en la barbarie y la tiranía total, por causa del megacrecimiento del Estado y del desarrollo de una clase de riquísimos propietarios. Creó las condiciones para el renacer de la vida social a partir de la Alta Edad Media. Uno de sus grandes méritos históricos es haber extinguido la esclavitud en Europa occidental.

Sin comprender con la mayor objetividad e imparcialidad posible el monacato revolucionario no puede hacerse nada útil y efectivo para transformar de forma revolucionaria la sociedad actual.

Dieciocho. “Divertirse hasta morir”, Neil Postman, Barcelona 1991. Este libro ya en el título manifiesta cual es la meta del hedonismo contemporáneo, como hedonismo de Estado, destruir al sujeto, matar su cuerpo y sobre todo su espíritu, so pretexto de fiesta, placer y ocio. Obligado a divertirse hasta destruirse, y forzado a una diversión que es ante todo inmolación de sí por el bien del capital y el Estado, el megadominado individuo de la última modernidad termina por confundir entretenimiento y suicidio, fiesta y genocidio.

Si dominar es, a fin de cuentas, destruir, sobre-dominar es sobredestruir. Basta con echar una ojeada al último medio siglo en Occidente para cuantificar el gran número que se ha autodestruido, a menudo hasta perder la vida, al servicio del fanatismo del goce, el ocio, lo dionisiaco y el espectáculo. Se supone que nos divertimos y en realidad nos destruimos, y todo porque nos lo ordenan desde arriba. Así el Estado se ahorra el esfuerzo y el gasto de aniquilarnos.

De todo ello la primera responsabilidad recae sobre la izquierda y el progresismo, que ha popularizado la idea de la fiesta homicida como ningún otro grupo social lo ha hecho. Si en la URSS se encerraba y mataba a la gente en el gulag, en Occidente se hace lo mismo por medio de la fiesta mercantilizada, hiper-dirigida, adoctrinadora, deshumanizante y, sobre todo, criminal, que en primer lugar el hedonismo y placerismo de la izquierda han construido.

Este libro, interesante en sí por más que el autor no logra inteligir del todo la colosal importancia de lo que expone, aporta además reflexiones muy valiosas sobre la descomunal degradación de las capacidades reflexivas, lingüísticas y comunicativas del sujeto medio. Ello en una sociedad en que se supone que los muchos años de enseñanza que recibe el sujeto están creando los seres más inteligentes y formados de la historia de la humanidad, lo que incluso sólo dicho es un sarcasmo hiriente.

Vivimos la era de la destrucción universal y total de la naturaleza, del individuo y de la sociedad, de la civilización, la verdad y la libertad, de la belleza, el bien moral y la sublimidad, de todo lo que hace buena la vida humana. Esta orgía de inmolación nihilista satisface a muchos, aferrados a sus dogmas decimonónicos, patéticos en todo y de una destructividad descomunal. Parar y revertir esta bacanal de lo negativo es una de las grandes tareas de quienes nos posicionamos a favor de una revolución integral.

Diecinueve. “Industrias de la conciencia. Una historia social de la publicidad en España (1975-2009)”, Raúl Eguizábal, Barcelona 2009. Ahora todo es publicidad, y con todo tipo de elementos se viola de la manera más implacable y despiadada la libertad de conciencia, que debería ser el bien inmaterial más deseado, apreciado y protegido, pues sin él el sujeto no puede autoconstruirse de manera libre y autodeterminada.

El autor ofrece un buen trabajo empírico, dedicando una parte a la publicidad política. En particular los datos y apostillas que hace acerca de la izquierda, que se publicita con el dinero que recibe de la banca, las cajas de ahorro y el ente estatal, son de antología, y deberían hacer reflexionar a quienes siguen creyendo que la izquierda en todas sus manifestaciones es algo diferente a la derecha, al capitalismo, al sistema.

Pero el libro no plantea la cuestión más decisiva, la legitimidad de la publicidad y el estatuto que posee la libertad de conciencia en una sociedad en la cual aquélla, esto es, el adoctrinamiento más despiadado de las masas, son elemento decisivo de la vida social. Quienes desean sustituir la publicidad de sus adversarios por la suya propia, para aleccionar en sus propias ideas, convicciones o intereses, tampoco ponen sobre la mesa esta cuestión, como es lógico.

Pero los que deseamos construir un orden social liberado del adoctrinamiento, del propio tanto como del ajeno, sí tenemos que reflexionar sobre ella. Una revolución integral ha de tener por meta cardinal acabar con todas las formas de manipulación de las mentes, fundando una sociedad de la libertad integral, de la libertad de conciencia en primer lugar. Eso exige liquidar todos los aparatos de manipulación, inculcación, aleccionamiento, adoctrinamiento e inducción mental, privados y estatales, religiosos o laicos, de un tipo o de otro. 

La conciencia individual ha de ser sagrada y todo lo que niegue o se oponga a esta sustantiva cuestión debe ser hoy considerado como intolerable y mañana como realidad a extinguir por vía revolucionaria, pues la libertad ha de prevalecer sobre todas las formas de dictadura y tiranía.

Veinte. “Auge y caída de las grandes potencias”, Paul Kennedy, Barcelona 1989. Quienes están enfermos de economicismo, ese terrible mal de la mente que suele llevar irremisiblemente al fallecimiento espiritual del paciente, deberían leer este libro.

Es una obra despiadada, además de voluminosa, que estudia el poder como suma de poderes en la acción histórica de las grandes potencias, desde el imperio español en el siglo XVI hasta la actual hegemonía de EEUU. Rompiendo con los sórdidos y absurdos dogmas economicistas concibe a las grandes potencias de una forma realista, como suma de poderes singulares: militar, tecnológico, económico, demográfico, industrial, diplomático, cultural, religioso y otros. Ese haz de poderes-poder constituyen los imperios, esto es, los países colonialistas, imperialistas y neocolonialistas más sus posesiones.

Un gran error del economicismo marxista es considerar que sólo hay competencia entre las empresas capitalistas en el interior de cada país, lo que ignora lo más visible y obvio, además de decisivo, que la forma superior de competitividad y antagonismo se da entre los Estados, principalmente entre ellos. Hay que leer a Bakunin para encontrar referencias a esta cuestión, por lo demás tan evidente. Los Estados, enmascarados como naciones o patrias, realizan una lucha permanente entre sí, que es una parte sustantiva de la historia realmente acaecida, y que el economicismo ignora, lo que evidencia su radical irrealismo, su naturaleza de falsa conciencia al servicio de la caotización mental de las masas.

En el seno de cada formación imperial, de cada gran potencia, todos los poderes son a la vez causa y consecuencia del resto, sin que sea fácil señalar en una situación dada cual es el dominante. Kennedy enfatiza la enorme significación de la fuerza militar de toda gran potencia, a la vez que la hace depender, como efecto, de las capacidades tecnológicas, industriales y financieras del país. Pero, al mismo tiempo, aduce que el poder militar, lejos de ser sólo consecuencia es elemento motor, pues tiene fuerza causal para estimular el desarrollo de la economía y el auge de la técnica, poniéndolas a su servicio.

El error mayor, quizá, del libro es que sobrevalora los componentes materiales del poder, y por tanto del anti-poder, prestando escasa atención a los inmateriales, como son lo acertado de las estrategias elaboradas, el orden social existente, la calidad media de los sujetos, los fines y la axiología que prevalecen, la injusticia de la causa perseguida, al grado de oposición y resistencia popular al propio imperialismo (fenómeno decisivo, a mi juicio, en la España imperial de los Austria) y otros muchos. No, no todo son los factores materiales, como pudo conocer, a su pesar, Napoleón I tras invadir la península Ibérica en 1808, en la que encontró unos pueblos de notable calidad y valía, como tales y en las personas que los componían, que se le enfrentaron con escasos medios materiales y fueron causa decisiva de su derrota y ruina, como el déspota tuvo que reconocer al final de su vida, ya confinado por los ingleses en Santa Helena.

Su lúcido, frío e implacable análisis de los factores materiales del poder de los imperios alcanza rasgos de genialidad al estudiar, por ejemplo, una tras otra, a las potencias participantes en la II Guerra Mundial, 1939-1945, señalando los elementos fuertes y débiles de cada una de ellas, o al examinar el enfrentamiento entre EEUU y la URSS en la llamada “guerra fría” (en realidad la III Guerra Mundial), 1948-1991. Ese tipo de objetividad exacta, rigurosa y sin concesiones nos es ahora muy necesaria para establecer la estrategia, el plan y el programa de la revolución integral mundial.

Nuestras mentes necesitan de vez en cuando un baño de agua fría, para no perder la objetividad, en el cual la realidad, siempre terrible, sea presentada con todo su implacable peso, rudeza y potencial resolutivo: eso es lo que consigue el libro citado, además de dejar en ridículo al romo y banal economicismo que la socialdemocracia difunde como ideología dominante.

[1] Al respecto, “Para una consideración descreída de la nueva divinidad, la Red de redes, Internet”, en mi libro “Seis estudios. Sobre política, historia, tecnología, universidad, ética y pedagogía”.

[2] En “Por una sociedad desindustrializada y desurbanizada”, uno de los trabajos compilados en mi libro “Naturaleza, ruralidad y civilización”, se establece qué limitaciones sustanciales ha de tener la técnica en una sociedad libre, en lo cualitativo tanto como en lo cuantitativo. Para ello se ofrece un programa para evaluar todo proceso o sistema tecnológico y decidir si es admisible o inadmisible. Pero lo más urgente es romper con la funesta ilusión de la tecnología, dejar de percibir a ésta como fuerza “emancipadora” dado que, en el mejor de los casos, es sólo un factor auxiliar y, en el peor, un atentado contra la integridad de los seres humanos y la mejora de la sociedad. Incluso en su lado positivo la tecnología cede en importancia frente a la ayuda mutua y la cooperación, que es lo que verdaderamente ha hecho a la humanidad en su brega con el medio. Una obra que en alguno de sus capítulos estudia los numerosos sistemas de ayuda mutua operantes en la sociedad rural popular tradicional peninsular es “La gestión comunal de recursos”, Marie N. Chamoux y Jesús Contreras (ed.).

[3] Para profundizar más en la negación argumentada de la ideología de la felicidad, “Crítica de la noción de felicidad y repudio del hedonismo. Elogio del esfuerzo”, en mi libro “Seis estudios”.

Esta entrada tiene 3 comentarios

  1. Anónimo

    Scribd ya no deja ni copiar el texto del artículo 🙁

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