A menudo, la izquierda se presenta como “ecologista” ocultando que su programa básico, el desarrollo lo más intensamente posible de las fuerzas productivas (por tanto, del capitalismo), la maximización del consumo, el fomento de la tecnología, el odio al pasado y la ampliación sin tregua del aparato estatal, está en contra del medio ambiente. La izquierda es ecocida por naturaleza, aunque sus habilidades camaleónicas la permiten exteriorizarse como conservacionista.
En ocasiones la ficción no puede mantenerse y la máscara cae. Un caso singular es el nuevo Código Forestal votado en el parlamento brasileño en mayo de 1011, que abre las puertas a la destrucción a una escala todavía mayor que en el pasado de la selva amazónica, una de las grandes reservas forestales del planeta, junto con la cuenca del río Congo y las selvas de Borneo, todas ellas imprescindibles para contener el cambio climático.
El susodicho documento legal es obra del Partido de los Trabajadores de Brasil, formación de izquierda en el gobierno, dirigido por la señora I. Rousseff. Dicho partido gobierna desde 2003, siendo hasta 2010 presidente del país suramericano su jefe indiscutible el siempre inefable Luiz Inácio Lula da Silva.
Cuando el PT de Brasil ganó las elecciones y formó gobierno en 2003 una ola de entusiasmo sacudió a la izquierda de todo el mundo. Por doquier se oían felicitaciones y parabienes por el nuevo éxito, logrado en las urnas, toda una maravilla de estrategia supuestamente revolucionaria que iba a remover de raíz Latinoamérica.
¿Qué ha hecho en esos años? Sintetizando diré que ha desarrollado el capitalismo brasileño mucho más que ninguna formación política en el último medio siglo. Lula da Silva, obrero metalúrgico antaño, ha sido el mejor agente imaginable del capital, el que más y mejor ha promovido los intereses estratégicos de las y los grandes empresarios en sus siete años de presidente del gobierno. En ese tiempo la clase burguesa ha logrado un poder descomunal, la acumulación de capital ha ido adelante a toda máquina y Brasil es hoy lo que en 2003 todavía no era, una gran potencia mundial con pretensiones hegemonistas.
Lula y sus amigos de la izquierda no se han olvidado de expandir el militarismo en Brasil, ni de llevar aún más lejos el Estado policial, ni de realizar las apropiadas campañas de manipulación de las mentes y de ingeniería social para que el pueblo se adecue a las nuevas condiciones, de capitalismo rampante e insolente.
En ello no hay nada nuevo, para quien desee verlo. La izquierda, en todas sus versiones, es, en muchos casos, la mejor fuerza política para promover el capitalismo, para llevar a éste a estadios superiores de poder, desarrollo y agresividad. Se ha visto en España, donde fue el gobierno de la izquierda presidido por Felipe González el que creó la empresa multinacional española en 1982-1996. Se ha comprobado en China, en la que el Partido Comunista ha constituido el capitalismo más brutal, homicida y antiobrero de la historia (quizá con la excepción del existente en Inglaterra cuando la revolución industrial). Y ahora se está viviendo en Brasil, lanzada al estrellato como gran potencia imperialista e hiper-capitalista precisamente por una formación política denominada Partido de los Trabajadores de Brasil.
La víctima de tales maravillas es, además de las clases proletarias, el medio natural. El furioso desarrollismo que ahora padece Brasil va a significar una devastación sin precedentes de la Amazonia, no sólo por el Código Forestal de 2011 sino por la totalidad del quehacer de una sociedad volcada en la codicia y el ansia de lucro, en lo monetaria y mercantil, de un modo enloquecido, como sólo la izquierda sabe hacerlo.
No hace falta ir muy lejos de Brasil para encontrar otro caso similar. En Bolivia el gobierno izquierdista de Evo Morales, ese patético instrumento de la oligarquía boliviana y el imperialismo, dirigido a aculturar, atomizar y destruir por procedimientos nuevos a las comunidades indígenas, proyectó la carretera que debía atravesar uno de los territorios indígenas más emblemático, el Parque Nacional Isiboro Sécure, dándose la casualidad que la empresa encargada de realizar las obras es brasileña. El desarrollismo enfebrecido del proyecto era obvio y sólo las briosas movilizaciones de los pueblos indígenas en el verano de 2011 lo han frenado, por el momento.
Cuando Morales se vio desenmascarado como agente político de las oligarquías blancas de Bolivia, herederas por vía directa de los conquistadores españoles, reaccionó como suele hacer la izquierda. Primero, envió a la policía a apalear a los resistentes al mega-proyecto ecocida. Luego organizó sus bandas de matones para completar el quehacer policial. En tercer lugar, no dudó en enfrentar a unas comunidades indígenas con otras.
Morales está aplicando en Bolivia las mismas políticas, en esencia, que utilizó aquí el franquismo para destruir el mundo rural popular tradicional en 1955-1970, que denuncio en el libro “Naturaleza, ruralidad y civilización”. Su meta es aniquilar a los pueblos indígenas so capa de “protegerlos” e “integrarlos”. Es, por tanto, aberrante que sea presentado por muchos como digno de ser apoyado.
Las ilusiones respecto a que la izquierda es “mejor” que la derecha, o “menos mala” como dicen algunos, provienen de la irreflexión y la falta de coraje para mirar de frente la realidad. Se trata pues de ir elaborando un proyecto alternativo de revolución y una cosmovisión emancipadora que supere lo que la izquierda es. Sin combatirle no es posible ninguna forma de anticapitalismo real, creíble: el caso de Brasil es paradigmático. Y el de Bolivia.
La meta es ser revolucionarios, no izquierdistas.
Sólo los revolucionarios son anticapitalistas, mientras que los izquierdistas son únicamente “anticapitalistas”, como Lula da Silva, Felipe González o Evo Morales.
Félix Rodrigo Mora.
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