SOBRE LA DESTRUCCIÓN DE LA GALICIA RURAL POPULAR TRADICIONAL.

 “Galicia en liquidación: feridas no mapa antropolóxico”, de Marcos Lorenzo, permite retomar la meditación sobre el significado último de la aniquilación programada del mundo gallego rural popular tradicional, en la dirección de mi libro “O atraso político do nacionalismo autonomista galego”.

 Antes de continuar diré que el texto es de bastante calidad, con reflexiones extraídas de la experiencia vital del autor, cuya familia emigró de una aldea, Ferreiroa, a La Coruña en unos años en que la ruralidad gallega aún no había sido extinguida del todo, lo que le permitió vivir entre dos mundos, el agrario y el citadino. A esto une copiosas lecturas, lo que junto con la riqueza y elevación del lenguaje hace de él un trabajo notable, de seductora y provechosa aprehensión.

 Desautorizando las malévolas imputaciones al uso, Lorenzo presenta de un modo rotundamente positivo a los seres humanos del universo agrario, como sujetos que sabían hacer de todo y que poseían una “intelixencia sofisticada”, de manera que culmina calificándolos de “renacentistas da man e da palabra”, en el sentido de personalidades universales, completas e integrales. Esto es muchísimo en relación con lo que se suele decir de ellos en los textos oficiales, que los representan como subhumanos, simples seres bestiales, y tiene mucho más valor porque viene de alguien que ha conocido de manera directa y prolongada el mundo rural.

 Pero lo realmente magnífico es que al valorar aquella formación social se fije, ante todo, en la calidad de los individuos que la componían, y no en otros factores como su nivel económico, el pretendido “atraso” u otros criterios aún más deshumanizados, burgueses e intolerables. El autor nos dice que ese mundo fue excelente porque albergó seres humanos de enorme calidad, línea argumental que aplicada al universo de la modernidad tardía que padecemos le desautoriza sin contemplaciones.

 Los efectos de la emigración a las ciudades sobre las personas en Galicia los describe con frío realismo: elevación brusca del porcentaje de suicidios, del consumo de ansiolíticos, del número de alcohólicos, de las personas afectadas de dolencias psíquicas graves, a consecuencia del “derrubamento das súas conviccións íntimas”, en suma, del paso de una cultura superior a otra muy inferior y vilificante. Es concluyente que señale que el 25% de las mujeres gallegas de origen rural que marcharon a la urbe padecieron trastornos mentales graves a causa de ello, cuando el mendaz feminismo presenta tal cambio como una “liberación” de un supuesto machismo inherente al universo agrario, tesis sostenida sin pruebas ni pudor contra los numerosos testimonios que lo niegan por aquél, una forma renovada del más refinado machismo, espíritu reaccionario y animadversión de facto contra las mujeres de las clases populares, como se demuestra en este caso, al aplaudir lo que dañó e incluso destruyó las vida de decenas de miles de ellas, sólo en Galicia, y cientos de miles, hasta aproximarse a los 1,5 millones en “España”.

Cuando entra a referir lo que la “barbarie modernizadora” hizo con Ferreiroa, tan querida y añorada por Lorenzo, el análisis gana, si cabe, en grandeza y dramatismo: comienza derribando el puente de piedra del siglo XII y termina destruyéndolo todo, de manera que en el presente allí “apenas queda nada”. Lo que expone de la concentración parcelaria, costosa e inútil, salvo para destruir la ruralidad popular, le lleva a calificar a la intervención gubernamental de “etnicidio”, que ha tenido como resultado la conversión de la aldea en un “un polígono agroindustrial desolado”.

 En el terreno de los cambios habidos cita con dolorida ironía que se ha pasado “do prestigio da retranca á distinción das finuras castelanizantes”, aunque el autor, por desgracia, no añade nada más sobre el carácter españolizador, además de embrutecedor, de la modernidad impuesta. Luego describe más infortunios: se descendió desde la familia extensa a la nuclear, con el consiguiente declive de lo convivencial, desde un conocimiento integrado a las cualificaciones especializadas, esto es, a la trituración del sujeto en el acto atroz del trabajo asalariado, imponiéndose también el desprecio por los ancianos, el consumo desaforado y el individualismo, la anomia, la insociabilidad y la desvertebración social.

 El autor lleva tan lejos su estupendo análisis que vincula tales nocividades con el mayo francés del 68, el mito hortera y ya casi del todo apolillado del izquierdismo más barbárico. Dice de aquel evento que sus fines eran el individualismo y la acumulación de placer inmediato, lo que excluía el colectivismo, la vida asociativa en todas sus formas, y las metas elevadas, en primer lugar, la revolución.

Hasta aquí lo positivo del texto, que es muchísimo.

En la parte equivocada se ha de citar la calificación de “feudalismo tardío” al mundo rural popular gallego, tan gratuita que él mismo la niega poco después al admitir que el campesinado era, en su gran mayoría, propietario de las tierras, en la forma de apropiación individual y sobre todo, hasta la aplicación de la Ley de Desamortización Civil de 1855 (activa hasta 1924), en la de propiedad colectiva. No menos desacertada en la afirmación de que la clase alta gallega del pasado inmediato era “rentista”, primero porque no se comprende cómo puede ser eso así si el campesinado era propietario y en segundo lugar porque es una pura invención. El mismo Lorenzo da una explicación mucho más ajustada a la realidad, en su libro “Liquidación de existencias”, donde enfatiza el enorme prestigio que tenía ser funcionario entre la élites de las ciudades gallegas. 

En efecto, fueron los funcionarios, sí, los funcionarios del Estado español, lo que a través de los privilegios que les proporcionaba su condición de tales, en particular la institución del caciquismo, fenómeno español, urbano y funcionarial pero no rural como exponen los ignaros, van a ir haciéndose con una cierta parte de la tierra en Galicia, así como otros medios de producción, en las sucesivas desamortizaciones y también como consecuencia de la quiebra de una parte del campesinado, incapaz de hacer frente a la dura explotación fiscal a que le sometía el Estado español. De ese modo, funcionarios y propietarios, esto es, burgueses agrarios, vinieron a ser la misma cosa.

Lo peor del texto es cuando Lorenzo pasa a añorar un capitalismo utópico, que nunca ha existido y nunca podría haber existido, el cual pretendidamente habría realizado la modernización del país gallego sin incurrir en tantas tropelías, disfuncionalidades y atrocidades. El procedimiento de enfrentar lo que pudo ser en la imaginación -aunque no en la reflexión- con lo que efectivamente sucedió carece de validez epistemológica, dado que lo real, lo que efectivamente aconteció, tuvo sus causas, y por eso fue y se dio. Esa añoranza de un capitalismo “positivo”, de una intervención estatal (española) no menos “positiva”, manifiesta la querencia conservadora del autor, que ante la hórrida realidad se refugia en lucubraciones que no son de recibo. En todas partes el capitalismo ha operado más o menos como en Galicia, aunque en esta nación, al ser la resistencia popular mayor, el poder constituido, político y económico, actuó con una ferocidad reduplicada de facto y también con una urgencia mucho más grande.

No, no hay un capitalismo “bueno”, salvo en la imaginación de algunos, y es una pena que una mente tan poderosa en lo analítico como la de Lorenzo se extravíe en tales chiquilladas.

Lanza éste, además, una andanada contra los “tecnócratas nativos” que trae a la memoria la obra de X.M. Beiras de manera inevitable, aunque se guarda de citar al teorético por excelencia de la modernización capitalista, estatista, tecnoentusiasta, mercantilista y españolista de Galicia, al responsable número uno, en lo intelectual, de los desmanes cometidos, que han destruido un orden social mucho mejor que el hoy existente, todo lo cual, como arguye muy bien Lorenzo, es un etnicidio . Es curioso que la grotesca persistencia de la obra del catedrático de Estructura Económica de la universidad de Compostela y de sus discípulos mantengan en dicha nación una gavilla de ideas que no sólo son equivocadas sino que ya han sido superadas y rechazadas en todas partes. Es el caso de la referencia a una clase “rentista” parasitaria opuesta a un supuesto capitalismo probo, inversor, capaz de “modernizar la base productiva del país” sin cometer etnicidio, una idealización de la clase burguesa más propia de los filmes de Hollywood que de un texto serio de análisis sociológico. Ese argumento, que estaba de moda hace 40 años en los ambientes del marxismo socialdemócrata, que suspiraba por el desarrollo de las fuerzas productivas, y que criticaba al franquismo por no haber sido suficientemente industrialista y tecnoentusiasta, hoy ya es rechazada por casi todos los estudiosos.

Hay que ir a Galicia para, con pasmo, escuchar loas de la obra escrita de Jordi Nadal, en especial de su atrabiliario y errado libro “El fracaso de la revolución industrial en España”, que ya ni su autor da por bueno, tras el aluvión de críticas recibidas. Y sólo en Galicia puede encontrarse gente entusiasta de J. Fontana, cuya historiografía de pacotilla, economicista, mecanicista, furiosamente hostil a lo rural y reduccionista, hecha a priori y por completo falta de rigor, un canto al desarrollismo e industrialismo copiado de lo hecho en la Unión Soviética en los tiempos de Stalin, es un fósil viviente, cuya contemplación produce al mismo tiempo estupor, escalofríos y repugnancia.

Ese espíritu anacrónico, esa supervivencia de antiguallas reaccionarias, se explica por la persistencia del sistema de ideas que Beiras ha ido urdiendo desde los primeros años 70 del siglo pasado. Es probable que mi libro, “O atraso político do nacionalismo autonomista galego” (a pesar incluso del excelente prólogo de mi amigo Eliseo Fernández), sea insuficiente para desmontar tal cúmulo de despropósitos carcas y envejecidos, sobre todo si se sigue teniendo una posición acrítica ante la obra de este personaje, uno de los políticos profesionales más hábiles conocidos, capaz de travestirse de lo que sea con tal de estar en primera fila, ayer de ecologista y hoy de independentista, nada menos, él que ha sido y es intendente fidelísimo del Estado español en Galicia, antes denunciando el “atraso” en sintonía con los Planes de Desarrollo del franquismo y hoy desnaturalizando desde dentro la lucha por la liberación nacional.

A muchos les pierde la voluntad de creer y adorar, sobre todo porque no tienen diferencias sustantivas con lo que Beiras propuso y propone, de manera que acabarán siendo su mano de obra, al servicio de lo que siempre ha representado y representa, el gran capital multinacional español y el Estado de España. Pero como dice Lorenzo, aquello fue un etnicidio, si, un etnicidio, Beiras fue cooperador de primera importancia en él, y los que no critican sus escritos y sus piruetas políticas se hacen co-responsables, de donde se ha de inferir que mientras no haya autocrítica habrá que continuar con la crítica.

Para terminar, Lorenzo hace referencia a algo obvio, que el proceso de urbanización ha sido al mismo tiempo de destrucción de la nación gallega, en especial de su lengua, y también de su historia e idiosincrasia peculiares, sin olvidar el territorio y el paisaje. Si según apunta algún estudioso del idioma, al gallego, por desgracia, le quedan apenas 60 años, resulta ser mucho más absurdo, una mofa e incluso un insulto, que quien denunció el “atraso económico” para proponer una vía a la modernización que ha sido, como era previsible, un modo inexorable de españolización y destrucción de Galicia en tanto que nación, siente plaza, con el desparpajo que le caracteriza, de nacionalista gallego.

Y peor aún es que, como se ha dicho, haya gente consciente que calle ante ello, quizá porque concibe la acción política más como maquiavelismo hecho de episodios de oportunidad que como un actuar desde la verdad, el rigor y la consecuencia. A tales les espera la derrota, o algo mucho peor, la alevosía.

Pero no concluiré sin exponer que la obra de Marcos Lorenzo, la citada y también “Liquidación de existencias”, es un testimonio de enorme significación que viene a avalar los contenidos de mi libro antes citado, tanto como los de “Naturaleza, ruralidad y civilización”. Ambos tachan de inmensa catástrofe civilizatoria la liquidación del mundo rural popular tradicional en todos los territorios de “España”, pero sobre todo en Galicia, de manera que en tales textos, lejos de haber idealización o enfoque subjetivista de aquella formación social, hoy extinta, lo que se encuentra es un análisis imparcial y objetivo, aunque no falto de pasión y, sobre todo, dolor, mucho dolor, como sucede en Lorenzo, él como gallego y yo como castellano. Ambos hemos conocido de manera directa, personal, el mundo rural popular tradicional y, después, su liquidación a manos de la modernidad brutal y barbárica, incivil y ecocida, atroz y genocida, y a pesar de las enormes diferencias que nos separan en cosmovisión, metas y posición política coincidimos en multitud de juicios sustantivos, comenzando por el más decisivo, que aquello fue un etnicidio.

Diré más, lo que él cuenta coincide hasta en ciertos detalles menores con mi experiencia personal, así como con lo que he leído en numerosos libros y documentos, además de lo que me han ido trasmitiendo oralmente cientos, quizá miles, de personas de todas las naciones sometidas al Estado español que habitaron en la antigua ruralidad, las cuales me han ilustrado con sus fundamentales e imprescindibles recuerdos y testimonios, que en realidad forman la columna vertebral de mis escritos sobre esta materia.Los datos y cavilaciones que aquel autor aporta son, en varios asuntos, mucho más contundentes, condenatorios y severos que los que yo proporciono. Quienes presentan tales imputaciones contra mis textos manifiestan que no han estudiado a fondo la cuestión y que se definen con ligereza, frívolamente incluso, es más, que repiten los argumentos de los aparatos de aleccionamiento y propaganda del franquismo y de su continuadora, la actual dictadura constitucional, parlamentaria y partitocrática.

El capitalismo y el Estado español, sobre todo este último, que fue el enemigo sempiterno de la ruralidad popular desde los siglos XIII-XIV, lograron aniquilar la sociedad agraria tradicional, sí, pero no conseguirán hacernos callar a quienes estamos convirtiendo ese hecho terrible en una fuente de permanentes críticas y acusaciones contra los dos agentes de esa monstruosidad, no por afán de venganza sino para con ello contribuir a que ambos sean un día destruidos y se pueda crear, como sustitución, un nuevo orden social que recoja los elementos esenciales de aquel universo rural, no libre de errores, algunos estructurales y bastante graves, pero rico en valores, relaciones y significados trascendentes, en primer lugar la convivencia hermanada, el respeto por los seres humanos, el colectivismo, el autogobierno por medio de asambleas, el repudio del dinero y la codicia, el desdén por los cachivaches tecnológicos, la ausencia de sexismos, el repudio de la ideología del placer y el consumo, el distanciamiento respecto a la categoría de propiedad particular, la solidez moral y la resistencia a la tiranía política y al ente estatal.

De ese modo haremos pagar muy caro a aquel dúo infernal lo que hizo, sin cejar hasta su aniquilación por medio de la revolución pues quien a hierro mata a hierro debe perecer.

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