LA REVOLUCIÓN ES NECESARIA. Contestación a Javier Rodríguez Hidalgo.

La publicación del libro (en realidad un pequeño trabajo de 88 páginas) “La revolución en la crítica de Félix Rodrigo Mora”, 2011, no habría encontrado ninguna respuesta por mi parte, dado lo vacío e indocumentado de sus contenidos, si no fuera por la suposición que me he hecho de que, puesto que se ocupa de mis ideas y mi persona, tal vez resultase una descortesía dejar de contestar.

Como creo firmemente que en las relaciones entre las personas, sean de la naturaleza que sean, se deben seguir unas reglas de respeto y atención al otro, he decidido responder, aunque con brevedad, a un libelo (así lo denomina su autor) que se define por una sola palabra: nada. En efecto, es otro de los muchos libros-nada, o no-libros, que ahora sobreabundan, por desgracia.

Siguiendo mis criterios, expuestos en “De la crítica y el criticismo”, que está en esta página, desde que supe de aquél colgué una nota informando de su existencia, con el título, el nombre del autor y el de la editorial completos, con la dirección postal y electrónica en que podía conseguirse. Rodríguez, y cualquiera, puede criticarme cuanto desee y mi obligación, política, ética y humana, es contribuir a que las críticas que reciba sean conocidas por todas y todos, lo que hago con gusto.

Añadiré que en tiempos tuve una relación correcta con Rodríguez, que era una forma inicial de amistad, y mi estado de ánimo hacia él no ha variado, aún reconociendo que las diferencias que ahora nos separan son antagónicas. Uno de mis libros de cabecera es “Sobre la amistad” de Cicerón, pero no “La voluntad de poder” de Nietzsche, y en ello hay una diferencia muy sustantiva.

Eso no es una enunciación de que mi réplica vaya a ser conciliadora o incompleta. No, por cierto. Porque, como dice el refrán, “lo cortés no quita lo valiente”.

El problema de fondo es definido por mi crítico con acierto: yo estoy a favor de la revolución y él está en contra. De esa cuestión proviene todo. No hay nada personal, ni por mí y tampoco, estoy convencido, por su parte. Por tanto, dejando a un lado los personalismos, y situándose en el terreno de la pugna de las ideas y el debate político, el libro de Rodríguez es un ataque de la derecha española a la noción de revolución, que tiene lugar en unas particulares condiciones concretas que luego se especificarán.

Rodríguez se equivoca en algo sustantivo, ni mis ideas ni yo tienen la significación suficiente como para ser objeto de una crítica sistemática. Me sobrevalora. Él sabrá por qué. Lo del “Anti-Félix” (pg. 9) es ridículo, al ser una expresión por lo negativo de culto a la personalidad. Soy una persona poco significativa y limitada, con una obra endeble e inmadura, escasa e incompleta, de la que el tiempo dirá qué es lo acertado y lo desacertado.

Entrando en los contenidos, lo que más llama la atención del texto es la referencia tan favorable a Jon Juaristi que aparece en la nota final de la obra, el intelectual de derechas que tuvo que escapar de Euskal Herria para refugiarse entre las faldas de Esperanza Aguirre en la Comunidad de Madrid por el rechazo general que concitaba su militancia en el Foro de Ermua (esa virulenta agrupación del extremismo españolista más subvencionado) y sus posiciones antivascas y reaccionarias. Dice exactamente, “mis agradecimientos a… Jon Juaristi por el arsenal”. Tal aserto parece enunciar que Rodríguez toma lo sustantivo de su método y formulaciones de Juaristi, apreciación en conexión con los contenidos de “La revolución en la crítica de Félix Rodrigo Mora”.

Juaristi, un ideócrata de tercera fila, se sitúa a la derecha incluso del PP, muy próximo al turbio universo de la extrema derecha (aunque se define como “liberal”), lo que explica que su discípulo, Rodríguez, se desencadene contra la noción de revolución y, por tanto, contra mis ideas (y mi persona) por preconizarla. Un detalle hilarante que retrata al primero es que, al parecer en 2011, preparó unos versos para que sirvieran como contenido del himno nacional de España, a la sazón sin letra. Jon es todo un patriota español. De antología es su colaboración en “ABC” el 19-6-2011 instando al gobierno central a que reprimiese el Movimiento 15-M, tildándolo de “conato de guerra civil” y “declaración de guerra a la democracia”, lo que le descubre como un apocalíptico de la extrema derecha. 

Juaristi logró, entre otras muchas sustanciosas prebendas, el Premio Espasa Hoy con su libro “El bucle melancólico. Historias de nacionalistas vascos”, obra ramplona y gris además de malévola, otorgado por un jurado en que estaban los primeros espadas del más carcunda pensamiento español, no sólo A. de Miguel sino F. Savater, con el que Rodríguez comparte entusiasmos por el ideólogo del nazi-fascismo, F. Nietzsche. Aquél ha sido muy premiado por sus servicios a España, al capital y al Estado, por ejemplo, con la Cátedra Rey Juan Carlos I de la New York University, una de las numerosas sinecuras que está disfrutando.

¿Qué puede haber visto Rodríguez en un pedantócrata tan ignorante, tópico y elemental como Juaristi?, ¿quizá devoción por el no-pensamiento y la nada? Lo que unifica a ambos es, por lo que parece, su lucha contra el “extremismo”, y también contra la “irracionalidad” y el “mesianismo”, que Juaristi atribuye a la izquierda abertzale y Rodríguez a mí. Pero éste no lo expone con claridad pues su método, muy adecuado para manipular a los demás, es insinuar sin decir claramente.

Javier Rodríguez Hidalgo es hoy, igual que su maestro Juaristi, un ideólogo de la derecha española, aunque de ínfima categoría. Esto lo enmascara como puede en cada situación concreta, pero se pone de manifiesto en, por ejemplo, la introducción a “La revolución…”, donde me reprocha que ofrezca una imagen crítica de la sociedad actual, y también de “la Constitución (española, Rodríguez, española, se te olvida ese “detalle”, lo que es imperdonable si se escribe desde Euskal Herria) de 1978”. En efecto, dado que derecha y españolismo son la misma cosa, Rodríguez obra asimismo como un patriota español.

Puesto que él salvaguarda, por comisión u omisión, esto es, por no emisión de críticas (“quien calla otorga”, dice el adagio), los horrores de la opresión, la dominación, la represión, la explotación, el ecocidio, el neopatriarcado, el militarismo, el imperialismo, el egotismo, y la deshumanización y yo los critico y condeno con el máximo de rigor y pasión, entre él y yo no hay acuerdos sustantivos.

Rodríguez pontifica sobre lo que ignora. Por ejemplo, cuando se refiere a la parte histórica de mis escritos, pues sobre este tema, ¿qué ha leído, qué sabe? La respuesta es que, aparte de lo que extrae de las pintorescas obras de Juaristi y su tropa, nada, como manifiesta en lo que dice. No tiene ni noción de estos asuntos y sólo su bizarra afición a hablar sin saber le lleva a verbosear. La bibliografía que cita se reduce a una docena de libros y, desde luego, los míos no los ha leído, nada más hojeado, lo que no le impide rechazarlos en bloque.

Y no sólo eso. Aunque suele abstenerse de escribir al respecto, lo cierto es que en conversaciones privadas deja caer, aquí y allá, su entusiasmo por la revolución francesa, por la revolución liberal española y su defensa de la obra señera de ésta, la Constitución de 1812, de la que en 2012 “celebramos” el Bicentenario. Rodríguez ha hecho lo que ha podido por boicotear la campaña de denuncias y oposición contra la Constitución de 1812, que llevo años denunciando. En general, no se anima a dejar constancia escrita de lo que piensa porque sabe que ha de recibir un rechazo casi general. Cuando lo hace, como en su “Anti-Félix”, se reduce a amontonar críticas parciales, por lo general a formulaciones sacadas de contexto o tergiversadas, insinuaciones maliciosas, injurias, chascarrillos y citas de libros que en algún caso hasta ha leído pero no comprendido.

Sus elementales ideas sobre la historia son específicamente “liberales”, esto es, procapitalistas. Véase sus mofas en relación con el concejo abierto. Nótese que ni una sola vez cita la gloria por excelencia de la historia política de Euskal Herria, el batzarre (junto con el auzolan), al que desprecia tanto como los patriotas españoles agrupados en el Foro de Ermua. Lo suyo es el sistema parlamentarista y partitocrático, como dictadura estatal y capitalista española.

Hoy mis trabajos sobre el concejo abierto en el pasado, y la idea correlativa de crear una sociedad gobernada por asambleas omnisoberanas donde se encuentren todas y todos los adultos realizando funciones gubernativas de la totalidad política de la vida de la sociedad, han hallado ya un apoyo amplio, siendo patrimonio intelectual y emocional de docenas de miles de personas, de manera que las embestidas de Rodríguez, hechas desde la ignorancia y la malicia, son en vano.

El ímpetu apologético de lo existente que mueve a Rodríguez le lleva incluso a loar la Constitución de EEUU de 1787, que es origen político-jurídico número uno del capitalismo mundial, y además lo hace mal, pues la atribuye contenidos que en realidad están en la Declaración de Independencia de EEUU, de 1776: ese es su nivel de cultura política. Ahora entenderá la lectora o lector por qué no me agrada polemizar con él. Lo cierto es que no ha leído ninguno de estos dos textos y habla de ellos, como de casi todo, de oídas.

Siguiendo con su peculiar gnoseología, ¿qué nivel de análisis, qué rigor y qué seriedad es la que se manifiesta en el frívolo aserto de que una de mis “fobias favoritas” es “el repudio de la bebida”? Ahí está “Borracheras No” y con eso basta como réplica. Debería, al menos en esto, ser claro y decir su posición, ¿tal vez “Borracheras Si”? En Euskal Herria el Estado español usa el alcohol, además de las drogas, para destruir al pueblo y continuar la opresión de la nación vasca, y, ¿qué tiene que decir al respecto?

Sería deseable, sí, que al menos en esta cuestión abandonase su maquiavélica indefinición habitual, encaminada a manipular a quienes le rodean, y se atreviera a exponer cual es su posición, ¿a favor de las borracheras?, ¿a favor de la política del capital, el PSOE y el Estado de usar el alcohol para embrutecer, deshumanizar y sobredominar al pueblo, a los pueblos?, y, por extensión ¿a favor del capital y el Estado en general y en todo? De esto último podemos estar seguros pues su rechazo de la revolución, puesto en positivo, significa eso exactamente.

Cuando se pronuncia sobre el campo y el mundo rural (asunto del que lo ignora también todo) oculta a sus lectoras-es que está en contra de que se critique la ciudad, que apoya las megalópolis contra el campo, que se opone, por tanto, a los proyectos de la nueva ruralidad: ocupación de pueblos abandonados, recuperación de saberes y retorno al universo campesino, etc. En tiempos de Los Amigos de Ludd se quedó en minoría de uno en relación con la declaración “Por una sociedad desindustrializada y desurbanizada”, que aparece recogida en “Antología de textos de Los Amigos de Ludd”, y también en mi libro “Naturaleza, ruralidad y civilización”, por ser redacción mía. Él defendía las supuestas excelencias de las metrópolis y el resto del colectivo en bloque las muy reales del campo. Por eso no quiso suscribir dicho documento, hasta hoy.

Aquí aparecen sus muchas y enormes incoherencias. Rodríguez se declara en contra de la tecnología y también se dice “antidesarrollista”, pero ¿cómo se combina esto con su preferencia por la ciudad?, ¿cómo pueden ser alimentadas y abastecidas las ciudades si no es con la agricultura industrial quimizada y por medio de un colosal sistema de transportes e infraestructuras, que exige una gran industria básica a su servicio y un enorme dispendio de energía, agua y materias primas? Pondré un ejemplo entre cientos, las grandes ciudades despilfarran energía, ésta se ha de producir en parte en los embalses y presas; por tanto, el franquismo llenó el territorio de éstas, triturando los ríos, devastando su fauna y flora, liquidando enormes extensiones de tierras fértiles y obligando a que se abandonasen un buen número de pueblos y aldeas. Su “antidesarrollismo” es un camelo, una fórmula demagógica dirigida a introducir mejor las ideas de Juaristi y su mesnada en el gueto político.

En efecto, el “antidesarrollismo” de Rodríguez es una variante del ecocapitalismo y del ecologismo de Estado. Es del todo inconsecuente y meramente demagógico, una máscara verbal para ocultar su muy real progresismo y productivismo, su adecuación a la sociedad industrial y tecnológica.

Su apología de la ciudad es de facto una loa a la modernidad capitalista, burguesa y estatal, una expresión más de su negativa a suscribir una revolución que ponga fin a la tiranía de las metrópolis, al expolio a que someten al mundo rural, permitiéndole recuperarse de siglos de opresión y explotación. En esto Rodríguez coincide con la política franquista de favorecer a la ciudad y destruir el campo. Con tales formulaciones están fuera de lugar proyectos de recuperación del mundo popular rural tradicional tan apoyables como Lakabe, Rala, Sieso de Jaca, Leunda Berri, El Manzano, Los Apisquillos, Amayuelas y tantos otros. 

Pasemos a un asunto nuevo. Cuando me imputa por tener una visión “casi religiosa del mundo” manifiesta lo influido que está por la concepción fascista que preconiza Nietzsche, el anticlerical burgués por antonomasia, que inspiró el ala más virulenta de los nazis. Ni siquiera me voy a “defender” diciendo que soy ateo desde mi adolescencia, como Rodríguez sabe, cuestión que no me entusiasma, pues en nombre del ateísmo se han cometido crímenes espantosos, por ejemplo, en la Unión Soviética, Albania y en tantos otros lugares, sin olvidar los terribles acontecimientos de aquí en 1936-1939. 

En su colosal ignorancia, desconoce la posición de C. Marx y F. Engels sobre la religión cristiana original, que es casi exactamente la mía, y también la de muchos autores anarquistas, o próximos, desde Simone Weil, para la que el verdadero cristianismo fue un elemento sustantivo, hasta la de Félix Martí Ibáñez, ese gran filósofo que militó en CNT y que ha dejado textos que todas y todos deberíamos estudiar, y que, dicho sea de paso, cuentan con el desprecio verbal de Rodríguez.

El anticlericalismo burgués, que usa como elemento ideológico primordial, no se propone, en tanto que meta esencial, criticar la religión sino hacer apología del capitalismo y, sobre todo, del Estado. Es una forma de estatolatría. Pretende igualmente destruir a la persona, deshumanizándola, al aculturarla y condenarla al desarraigo. Además busca convertirla en egotista de una manera maniática, en fanática, servil hacia las instituciones, carente de respeto por los demás, desdeñosa hacia la libertad de conciencia (que es la más decisiva de las libertades naturales) torpe, deprimida y sin gracia, dada al alcohol y las drogas. La ideología anticlerical segregada por el Estado y la burguesía desde el siglo XVIII es un fanatismo extremadamente pro statu quo y desintegrador, de la sociedad y de la persona.

Otra manifestación de ignorancia es atribuir al cristianismo, y sólo a éste, el rechazo del hedonismo y el epicureísmo. En realidad las escuelas filosóficas más hostiles a esas destructivas y auto-destructivas maneras de estar en el mundo son la de los cínicos griegos y una parte de los estoicos, que existían siglos antes de la emergencia del cristianismo. En contra de lo que suponen los fanáticos e intolerantes adscritos al anticlericalismo burgués, el cristianismo auténtico no es particularmente severo con los goces corporales, como cualquiera puede comprobar con una lectura del Nuevo Testamento, pues su núcleo no es el ascetismo, mucho menos el repudio de lo corporal (eso es cosa de Platón y los neoplatónicos, enemigos a muerte del cristianismo), sino la cosmovisión del amor, grandiosa y revolucionaria concepción de la que resulta un rechazo de la propiedad privada y del Estado. Por ello molesta mucho a Rodríguez, que ha interiorizado la ideología del odio propia de Nietzsche y el fascismo. Como colofón se ha de añadir que hoy la Iglesia, en tanto que institución anticristiana, es eudemonista y epicúrea, cuando no vulgarmente hedonista, como se puede observar leyendo sus textos fundamentales.

La preferencia del anticlericalismo burgués por unas filosofías del pasado, las integradas en el bloque hedonista, eudemonista y epicúreo, en contra de otras, la cínica y la estoica, que eran tan paganas como las primeras, y a veces incluso descreídas y ateas, proviene del núcleo de su proyecto político, a saber, constituirse como una religión política dirigida a la dominación de las masas, a imponer a éstas la teoría del progreso, a magnificar la tecnología, a convertir al pueblo en populacho y a destruir la esencia concreta humana. Por mi parte, sin coincidir plenamente, miro con simpatía el cinismo y el estoicismo, aportaciones fundamentales, junto con el cristianismo, de la cultura occidental al acerbo de la cultura de la humanidad, y repudio casi por completo el bloque antedicho, que es el que hoy el Estado impone al pueblo, para dar fundamento ideológico a la sociedad de consumo y al Estado de bienestar. Estas dos instituciones, juntas, forman la peor expresión de tiranía política, aleccionamiento continuado de las masas y destrucción planeada del ser humano de la historia, pero no se encontrará en Rodríguez ninguna crítica seria de ellas, en particular de la segunda.

Los cínicos eran unos ascetas formidables, que aborrecían cordialmente casi cualquier manifestación de placer, de comodidad, de propiedad y de abundancia. Lo mismo no pocos de los estoicos. Simone Weil ha dejado al mundo el hermosísimo ejemplo de su ascetismo a machamartillo, que no comparto del todo pero que admiro. Nadie puede negar que la vida severa y autoexigente construya personas de fortaleza, densidad y calidad, creativas e insurgentes por naturaleza, y la vida placentera y felicista seres flojos, cobardes e insustanciales, siempre sometidos al par Estado-capital como lo estuvieron los más desventurados esclavos del pasado. Llevamos medio siglo de placerismo y palabreo en pro de la felicidad y, ¿qué ha resultado de ello? Que la lectora o el lector se respondan a sí mismamismo, y de paso respondan a Rodríguez.

Ya en la Antigüedad clásica se sabía que hedonismo, epicureísmo y felicismo eran las ideologías de los esclavos que aman sus cadenas, así como del populacho que haraganeaba en los circos y otros lugares de placer, viviendo a costa del Estado, esto es, llevando una existencia horripilante por no libre y no humana. Al patrocinar aquéllas Rodríguez debe decirnos si se propone hacerse esclavo él mismo, lo que respeto como opción personal, o hacernos a todas y todos con esos letales productos discursivos, lo que rechazo enérgicamente. El capitalismo de la sociedad de consumo no puede vivir sin hedonismo, sin “busca de la felicidad”, sin seres entontecidos por el consumo y la abundancia material. Por ello, defender estos extravíos de la mente es preconizar el capitalismo de una manera tan eficaz como decisiva. 

El placerismo es una de las ideologías claves del totalitarismo de la modernidad, para destruir a la persona, para convertir al pueblo en masa embrutecida, para negar los fundamentos mismos de la vida civilizada. Quienes lo preconizan, como Rodríguez, manifiestan estar identificados con el proyecto totalitario en curso, que está ya a punto de triunfar definitivamente, infortunadamente, con la constitución de una infra-humanidad.

Rodríguez se declara opuesto a la teoría del progreso, pero ¿cómo encaja eso con su ofuscado anticlericalismo burgués, cuando éste es parte sustantiva de aquélla? Es más, ¿cómo se compatibiliza esa pretendida oposición con su devoción por las ciudades y su menosprecio del mundo rural popular? Y ¿de qué modo se puede ser antitecnológico y antidesarrollista sin repudiar el placerismo? O bien ¿Cómo se puede ser antidesarrollista de verdad sintiendo el mayor aprecio por la intelectualidad burguesa, que es el grupo más devoto del desarrollismo? Su sistema de ideas es un enorme follón en el que la falta de coherencia, la ignorancia autosatisfecha, el matonismo verbal, tan nietzscheano, y la falta de rigor campean. Eso proviene de su decisión de seguir acríticamente a pedantócratas de tercera fila.

La teoría del progreso, el anticlericalismo burgués, la admiración por Aristipo de Cirene (hedonismo), Aristóteles (eudemonismo)  y Epicuro (epicureísmo), la fe en la tecnología, la pasión por lo urbano, el ímpetu desarrollista y productivista, el menosprecio de lo rural, el consumismo, el Estado de bienestar y el egotismo como ideología fundante forman un bloque unificado, de tal modo que admitir una de ellas es decir sí al resto, pues cada parte es parte y al mismo tiempo es todo. Rodríguez pretende rechazar unas y admitir otras, de las que se hace además misionero exaltado, tan intolerante como todos. Pero eso no es posible. Lo que de ahí dimana es un barullo fenomenal, que es justamente en el que, con pésimo tono y estilo, se expresa en el libro dirigido a criticarme.

Mis discrepancias fundamentales con el hedonismo y epicureísmo, sistemas de ideas de que se vale el capitalismo para convertir a las personas en piltrafas deshumanizadas a las que sobredominar, se formulan en “Crítica de la noción de felicidad y repudio del hedonismo. Elogio del esfuerzo”, contenido en mi libro “Seis estudios”. Lo que preconiza Rodríguez es la concepción burguesa, gozadora y pedestre, sin vigor ni grandeza, del mundo, hecha de consumo, culto al estómago y placeres de pacotilla, a costa del medio natural, que no puede soportar el saqueo de recursos que ello lleva aparejado, de las clases trabajadoras del Tercer Mundo y de la propia dignidad, valía y auto-respeto. En esto, como en todo, no es capaz de superar las más ramplonas ideas de la burguesía, en concreto de su ala sobremanera demagógica y perversa, la progresía, a la que sigue en todo lo importante a la vez que a la extrema derecha de Juaristi, sin caer en la cuenta que, como es de sentido común, no es posible ser progresista y estar en contra, según dice con la boca pequeña, de la teoría del progreso, la tecnología y el desarrollismo.

Como argumento con algún detenimiento en “¿Revolución integral o decrecimiento? Controversia con Serge Latouche”, la única solución al arrasamiento del medio ambiente por las sociedades urbanas de la modernidad tardía es una existencia de consumo mínimo y producción mínima, con creación por convicción interior (pero no por imposición exterior) de una personalidad frugal, ascética y autosuficiente cuya motivación fundamental sea la satisfacción de las necesidades espirituales más perentorias del ser humano, las de verdad, conocimiento, belleza, convivencia, afecto mutuo, servicio, dedicación a los demás, comunión con la naturaleza, equidad, bien moral, virtud, robustecimiento de la voluntad, vigor físico y apasionamiento vital.

Se equivoca cuando sostiene que no sé distinguir el hedonismo del epicureísmo. No es difícil hacerlo y en realidad rechazo los dos. El epicureísmo crea seres ataráxicos y empobrecidos, penosos en su mezquindad y mediocridad, sólo atentos a evitar el sufrimiento y el compromiso, cobardes, deprimentes y serviles. El epicureísmo no es una versión “positiva”, o “menos mala”  del hedonismo sino una ideología devastadora, que emerge en todas las sociedades en descomposición, con un nombre u otro, y que destruye el núcleo mismo de lo humano, la voluntad de vivir con valentía, fuerza, épica, inteligencia, comunidad, devoción, entusiasmo, severidad, responsabilidad, autodominio y esfuerzo desinteresado. Es, incluso, peor que el hedonismo vulgar, como muestra la experiencia diaria.

Yo escojo la revolución, y eso exige, si se desea ser consecuente, optar por una cosmovisión del esfuerzo, la integridad y la energía personal, física y psíquica, sin abuso del alcohol, sin drogas físicas y sin narcóticos espirituales, sin hedonismo pancista y sin epicureísmo asténico, entontecedor y debilitante. Rodríguez se suma al proyecto burgués para mantener el statu quo por medio de un uso a gran escala de la ideología hedonista, como hizo el franquismo a partir del Plan de Estabilización de 1959, y como hiciera luego el parlamentarismo y los partidos políticos, en especial el PSOE, apoyándose sobre todo en la progresía, ese hórrido grupo social hiper-privilegiado que no para de hacer servicios impagables al matrimonio Estado-capital desde hace ya más de medio siglo. Nietzsche es de lectura obligada para todo progre, lo que le convierte en un fascista en potencia en lo ideológico, a la vez que sigue siendo parlamentarista en lo político, al menos por el momento.

Puesto que Rodríguez escoge la no-revolución y, muy probablemente, la antirevolución militante, queda obligado a hundirse en un fúnebre universo de lo mezquino y lo mediocre, lo autodestructivo y lo no-humano, con el placerismo como elemento desorganizador y demoledor fundamental de la psique. Allá él.

Sigamos. Me reprocha el repetir “los tópicos más sobados sobre el militarismo y el imperialismo yanqui”, asunto en el que se pone en evidencia. Porque, ¿cuál sería la denuncia no tópica y no sobada de ese formidable par?, ¿o quizá es que no hay que hacer denuncia alguna? Dado que en sus escritos nunca aparece nada en esa dirección se puede concluir que lo que le duele es mi permanente imputación al militarismo y al imperialismo. No cabe duda que apoya el militarismo y hace apología del imperialismo, aunque de manera soterrada, para poder seguir difundiendo la ideología y el programa del Foro de Ermua dentro del gueto político. Porque, ¿dónde están los textos críticos? No existen, pero en su revista, “Resquicios”, llegó a publicar un artículo largo y enjundioso de un miembro del Partido Demócrata de EEU, la formación política militarista y belicista, neocolonialista y agresiva por antonomasia, como está demostrando su jefe de filas, B. Obama, desde 2009. 

No diré más en esto, pero sí pondré en evidencia la doblez de las posiciones de Rodríguez. Por un lado se afirma “antitecnológico” y “antidesarrollista” pero por otro se declara entusiasta por omisión (y contra mí por comisión) del militarismo y el imperialismo, cuando el uno y el otro son la causa número uno del desarrollo de la tecnología, del avance aterrador de la ciencia instrumental y de la hegemonía de la técnica ecocida y deshumanizadora. Es sabido que entre el 50% y el 70% de los científicos y técnicos del mundo trabajan de un modo u otro para los ejércitos, lo que significa que no existe un antidesarrollismo consecuente que no sea, por la propia naturaleza de las cosas, antimilitarismo y antiimperialismo.

La adhesión a la ideología de la “antitecnología” y el “antidesarrollo” al mismo tiempo que al militarismo y al Estado policial (idea obsesiva en Juaristi y el Foro de Ermua), al ser partidario del Estado (lo que se manifiesta sobre todo en el silencio cómplice, en la negativa a presentar ninguna posición crítica a éste), muestra el meollo mismo del muy embrollado (o quizá sólo maquiavélico) sistema de ideas de Rodríguez. Jamás se encontrará nada en éste que sea anti-estatal. Sus chocarrerías sobre el concejo abierto y su “olvido” del batzarre van en esa dirección. Rodríguez, como nietzscheano devoto, adora el aparato militar y el Estado policial, todo lo que sea “voluntad de poder” materializada, si bien se reprime verbalmente y sólo lo manifiesta de forma indirecta dentro de ciertos sectores del gueto político, donde está agazapado a la espera de un momento favorable para imponer sus ideas.

Ahora, cuando los preparativos para una nueva guerra mundial, la IV, sacuden el planeta entero, sus concepciones son sólo una pequeña, una ínfima si se quiere, pero no por ello desdeñable aportación, al menos de facto, al esfuerzo de guerra.

Rodríguez copia en su “crítica” de la tecnología a J. Ellul, autor de “¿Es posible la revolución?”, obra igualmente anti-revolucionaria de manera confesa. Si bien Ellul realizó una pretendida negación de la tecnología, lo cierto es que su cólera contra la revolución le llevó a colaborar con el aparato policial en Francia, como él mismo cuenta en unos de sus libros. Examinemos este asunto. La tecnología tiene cuatro entidades que principalmente la promueven: 1) el ejército, 2) la policía, 3) el aparato funcionarial del Estado desde los Ministerios y el capitalismo de Estado, 4) los medios de adoctrinamiento y manipulación mental, primordialmente estatales o en su defecto subsidiados por el Estado. Sólo después, en quinto lugar, vienen sus desarrollos y usos productivos civiles. Por tanto, Ellul, al cooperar con el Estado policial francés, lo que además hizo sin pudor alguno, le lleva a respaldar de facto una de las principales causas de la tecnologización. Con eso manifiesta que su pretendida “crítica” de la tecnología es, en buena medida, papel mojado, y que en realidad es un partidario de su desarrollo, a causa del entusiasmo que tiene por el Estado, en concreto, por una de sus instituciones decisivas, el aparato represivo.

Eso quiere decir que quienes se oponen a la revolución, como con tanta furia y ruido hace Rodríguez en imitación de Ellul, por la lógica de las cosas, han de respaldar el aparato policial, que es una parte del aparato militar en definitiva. Esto les lleva a promover la tecnología a través del desarrollo del Estado, en esencia ente policial-militar. Razonando al revés, únicamente quienes nos declaramos en contra del Estado, a favor de un gobierno popular universal por asambleas soberanas, podemos ser consecuentemente antitecnológicos, y consecuentemente antidesarrollistas.

Todos los reaccionarios que odian la revolución son pro-tecnológicos, Rodríguez también. Y desarrollistas. Y productivistas.

Una conclusión es que necesitamos originar un cuerpo argumental de crítica a la tecnología que difiera del de Ellul y quienes le repiten de manera ciega, acrítica y dogmática, vale decir, sin creatividad y sin poner nada de su parte, meramente glosando y repitiendo. Ya hemos avanzado un trecho en esa dirección, pero hay que progresar aún más en vincular la resistencia y repudio a la técnica con la noción de revolución integral, manifestando que Ellul, si bien por un lado expuso argumentos que en algunas cuestiones pueden ser apoyables y asumibles, en lo decisivo traicionó lo que decía defender por causas políticas, al vincularse imprudentemente con el Estado, y al hacerse ideólogo de la anti-revolución. Me gustaría pensar que también Rodríguez (y su grupo con él) podría cooperar en la tarea de dotarnos de un sistema reflexivo antitecnológico renovado e integral. Para ello bastaría con que recapacitase de manera autocrítica y creativa, saliendo del mundo de adhesiones dogmáticas, seguidistas e irracionalistas en el que ahora está sumergido, y con que rompiera con los Juaristi y demás esperpentos de la derecha española. Si lo hace finalmente, cualidades personales no le faltan (en particular, intelectuales), lo celebraré muchísimo. Y lo mismo que con Ellul con varios pensadores más.

El capítulo III de “La revolución en la crítica de Félix Rodrigo Mora” lo dedica a la filosofía. Pero, ¿qué sabe Rodríguez de filosofía? Nada, por tanto nada diré sobre su locuacidad vacía y estulta en esta materia. Fiel a su idea fija, proteger el capitalismo y el Estado como sea, aprovecha para dar apoyo a la institución universitaria, corrompida hasta la médula y una causa de los peores males de nuestra sociedad, y para loar al profesor-funcionario, lo que es comprensible dado su fijación en Juaristi, el idem por excelencia. 

Añadiré aquí una observación sobre que Rodríguez se sirve de la violencia verbal en cuanto alguien, no sólo yo, discrepa con sus ideas, desde su tirria irracional a la noción de revolución hasta su apología del “reformismo revolucionario”. No admite la pluralidad, no acepta la disidencia, no es capaz de dialogar con quienes difieren de él, no respeta a las personas: o sea, es un nietzscheano, como ya sabíamos. La libertad de expresión es sagrada para todas y todos, lo mismo que la libertad de crítica, pero jamás habla de ellas, siempre las “olvida”. El tono ofensivo e insultante de su libelo es una forma de negar la libertad de crítica, de discrepar de sus formulaciones, es una forma de totalitarismo. No me molesta, dado que lo considero como su modo de expresarse, y por eso lo respeto, pero no se puede admitir sin censurarlo que el legítimo ejercicio de la crítica en tanto que práctica social habitual sea negado de ese modo.

En la página 45, rizando el rizo de la incoherencia, pretende ponerse del lado de la izquierda abertzale, y la pregunta es obvia, ¿igual que Juaristi, que escapó de Euskal Herria cuando aquélla denunció sus demasías?, ¿lo mismo que el Foro de Ermua?, ¿similarmente a como lo hace el Estado español, su ente bienamado?

Prosigamos. La parte dedicada a la política es una defensa torpemente argumentada del reformismo político, una nueva prohibición de la revolución, una llamada a que nos concentremos en “las luchas parciales” y en la reivindicación de “ciertos derechos”, todo ello sin renunciar aquí y allá a la demagogia, a lo que está obligado porque incluso dentro del gueto político, tan corrompido por las ideas socialdemócratas, el anarquismo de Estado y la pretensión de lograr una vida aún más consumista y hedonista bajo el capitalismo, sus formulaciones concitan un rechazo amplio, por rancias y carcas. Sobre la ocurrencia verbal máxima de Rodríguez, el “reformismo revolucionario”, ya se han presentado algunas quejas de peso por parte de personas sensatas, a ellas me remito. Su significado es obvio: reformas para impedir la revolución, contra la revolución, lo que siempre ha hecho y hará la burguesía, aunque ahora quizá menos por falta de recursos.

No hay mucho más que decir en esta materia, salvo señalar la adhesión de Rodríguez al régimen de dictadura constitucional, partitocrática y parlamentarista española en activo, a la Constitución de 1978 y a su ancestro, la mil veces aciaga Constitución de 1812. Dentro de sus muy escasas posibilidades, ha hecho cuanto ha podido por boicotear las denuncias de ésta, lo que es coherente con su ideario institucional y de derechas.

En la cuestión de la moral y la ética todo lo resuelve cargando contra mis “santurronerías”. Como cualquier seguidor del Maestro de Maestros, Nietzsche, se cree situado “más allá del bien y del mal”, de modo que no necesita de la moralidad. Ésta queda para los hombres y mujeres inferiores pues ya se sabe que el “superhombre” se sitúa muy por encima de esas vulgaridades “judeo-cristianas”.

La ética es imprescindible para los seres humanos, como parte de un bloque articulado de medidas emancipadoras, no como el todo, lo que sería incurrir en el error del eticismo. Es necesaria si desean seguir siendo humanos y constituirse como sujetos aptos para autoconstruir una sociedad libre. Cuanto más fuerte es el sentido moral de una sociedad dada más débil, o debilitado, queda el Estado, lo que nos pone sobre la pista de quienes son los ideólogos principales del amoralismo. Al mismo tiempo, una ética de naturaleza y creación popular, sencilla, sólida, bien argumentada y práctica, sería aciaga para el capitalismo, que necesita de un clima de amoralidad total para poder alcanzar cotas superiores de poder y expansión.

El franquismo, que para algunos era un régimen moral (así ellos pueden ser inmorales sin remordimientos y lo que es peor, sin reflexión) en la realidad fue el imperio de la más rigurosa falta de ética, dado que ésta se reducía a las cuestiones del sexo, existiendo permisividad de hecho para el resto, con la única exigencia de hacerlo todo de tapadillo. Luego llegó la progresía nietzscheana, con el parlamentarismo, y requirió seguir con la amoralidad franquista pero con dos cambios, puramente cosméticos, uno sustituir la hipocresía por la desvergüenza en esta materia y otra hacer laica la amoralidad. En eso está Rodríguez. 

Para desacreditar  la moral, según las actuales necesidades del ente estatal y la clase empresarial, se vincula ésta, contra toda evidencia, a la Iglesia. Para eso están las diatribas de Nietzsche contra lo “judeo-cristiano”, que es una artimaña para imponer su “moral de los señores” (además de un colosal error de análisis histórico), esto es, el ideario nazi. Asimismo es un modo de desarraigar y aculturar al sujeto en Occidente, para hacerlo más inerme, asocial y dócil. Finalmente, se ha de añadir que la falta de moralidad desarticula y deshumaniza al sujeto, al negarle un sistema de valores y normas cumplidas por convicción interior, dirigidas a orientar su relación con los demás, con la sociedad como un todo, consigo sí mismo y con la naturaleza.

El tremendo vacío que ha dejado la destrucción desde arriba del sentido moral del pueblo lo ha llenado la publicidad comercial, la propaganda política, las soflamas de los gurús de la comunicación, las memeces de los profesores-funcionarios, las horripilancias de la industria del ocio, los dislates que triunfan en la Red. Entre todos ellos han hecho del sujeto un pelele tironeado para un lado u otro, según las necesidades del capitalismo y el poder estatal.

Rodríguez, con su fobia a la moralidad (la misma que tiene a la revolución), no es más que un publicista entre otros muchos a las órdenes del sistema de dominación y del capital. En este asunto manifiesta también su ignorancia, al desconocer que existe desde hace milenios (los griegos ya usaban la expresión mucho antes del inicio del cristianismo), la filosofía moral, esto es, una reflexión integral sobre cómo ha de ser el comportamiento de los seres humanos y los valores que han de guiarlo.

Una cuestión más. Jamás Rodríguez ha expresado ninguna idea anticapitalista que vaya más allá de las fáciles, frívolas y vagas invocaciones a una pretendida “oposición” al capital que son rituales en el gueto político, de vez en cuando pero cada vez menos, por fortuna. Sus creencias opuestas a toda mutación revolucionaria le llevan a considerar el capitalismo, y con él el trabajo asalariado, como algo “natural” y desde luego eterno. Esto hace de sus pretendidas actividades contra la tecnología, el desarrollo y el progreso meras expresiones de la estrategia ecocapitalista y una variante del ecologismo de Estado.

Para concluir esta parte, haré una observación sobre la actuación de Rodríguez en la Asamblea contra el TAV del País Vasco, gravemente dañada por sus ideas y ocurrencias, de donde proviene en buena medida la difícil situación en que ahora se encuentra. En dicha Asamblea Rodríguez llevó a la práctica su peculiar ideario “antidesarrollista” y “antitecnológico”, hecho de progresismo vergonzante, respaldo hipócrita a la tecnología y desarrollismo oculto y de facto, como expresión natural de su afección al Estado y al capitalismo. En consecuencia, abogó por una línea de activismo irreflexivo y a fin de cuentas estéril; negativa a vincular la lucha contra el TAV con los demás grandes problemas de la sociedad vasca; oposición a fijar una estrategia con metas realistas, etapas y plazos; completo rechazo de las tareas de reflexión y elaboración de ideas para hacer que la resistencia a la Alta Velocidad fuese algo bien fundamentado, oposición a la necesaria conexión entre la resistencia al TAV y la brega anticapitalista y antiestatal. Todo ello ha tenido un significado obvio, de casi liquidación de la organización y las luchas, hoy reducidas a su mínima expresión.

Rodríguez trasladó a la Asamblea sus incoherencias, fobias y contradicciones. Sus procedimientos simplistas, reduccionistas, reformistas, inmediatistas, irreflexivos y espontaneistas tenían que contribuir poderosamente a liquidar la Asamblea y la resistencia al TAV en general, como así ha sido, por desgracia. Esto está objetivamente en consonancia con su progresismo, militarismo, defensa del Estado policial, culto por el Estado en general y adhesión al sistema capitalista y salarial. Dicho de otro modo, no se puede llevar adelante una lucha consecuentemente antidesarrollista sin poner sobre la mesa la cuestión decisiva, la de la revolución, como la estrategia capaz de resolver sustantivamente el problema.

No hay manera de ser antidesarrollista desde el progresismo, Nietzsche, el Foro de Ermua, la prohibición de la revolución y la adhesión al par Estado-capital. Si, por considerar un caso particular, se prescribe la lucha antimilitarista (que no debe confundirse con la acción anti-mili, a menudo un modo renovado de militarismo), ¿qué espacio queda para el compromiso y la reflexión contra la tecnología? La respuesta es que muy reducido, del todo insuficiente. Y, una vez que se cae en pedazos la máscara de la demagogia, eso se hace evidente y sobra todo lo demás. Dicho de otro modo: no es posible admirar a Juaristi, que es acaloradamente tecnoentusiasta, y ser al mismo tiempo antidesarrollista por mucho tiempo, con consecuencia, coherencia y eficacia. No, no es posible.

El movimiento antidesarrollista, si desea ser algo más que una secta o una sucursal de no se sabe qué fuerzas extrañas, debe romper argumentadamente con el “antidesarrollismo” que se opone a la revolución y pretende realizar cambios sustantivos bajo la dictadura del Estado y en el marco del poder del capital: tal es la distopía, el engaño diríamos sin más, preconizado por Rodríguez. Decir anti-revolución es decir sí al capitalismo y así ¿qué cambios reales son hacederos, en estas materias y en otras muchas?

Rodríguez forma parte de una corriente que está usando la crítica de la tecnología y el antidesarrollismo meramente para hacer una política contra la revolución, en la línea de J. Ellul y otros, para reforzar el Estado policial y el Estado en general. Tal impostura debe ser denunciada como una expresión más de entusiasmo por la técnica y por el desarrollo de facto. Quien dice sí al capitalismo al decir no a la revolución está dando respaldo a lo que el capitalismo es de facto, entre otras cosas técnica y desarrollo. Y quien dice sí al Estado es procapitalista de la forma más consecuente posible. Su ataque contra mis formulaciones y mi persona proviene también de que he mostrado lo embustero de esa supuesta oposición a la tecnología. Con él, y con otros, la derecha pretende apropiarse las luchas antidesarrollistas, fagocitarlas e integrarlas.

El núcleo de las ideas de aquél, en esencia, son las que prevalecieron en el gueto político en los años 90 del siglo pasado, una época de gran estabilidad social y, en parte por eso, de apogeo de ideas reaccionarias y autodestructivas vendidas como muy “radicales”. Hoy están en retroceso, incluida la devoción por el Maestro de Maestros. La situación se ha modificado bastante, y lo seguirá haciendo en la medida que la crisis global de Occidente, y de “España” por tanto, siga profundizándose. Ahora la revolución tiene más oportunidades que hace dos decenios, lo que no equivale a que esté a punto de convertirse en la idea universal, ni mucho menos. Pero, con todo, a medida que el régimen económico, el orden político, el sistema de disvalores, las formas de relación, el poder ideológico y las creencias dominantes impuestas desde arriba se vayan, paso a paso, hundiendo en la inoperancia y el descrédito, la idea de revolución probablemente ascenderá.

Ahora estamos en condiciones de apostar fuerte, o más fuerte que en los años 90, contra el capital y el Estado y por la revolución, sin duda. Y eso ha de hacerse también para realizar la crítica de la tecnología, de la teoría del progreso, de las ciudades, del dominio del mundo rural por el Estado, del desarrollismo y de los procesos industrializadores. También, del militarismo como matriz fundamental de la tecnología, del imperialismo como promotor esencial del militarismo, del capitalismo como fuerza material esencial del imperialismo, del Estado como sustentador supremo de un orden que emplea la tecnología y el desarrollo contra la libertad, contra lo humano universal y contra los seres humanos reales, contra el mundo natural, contra la vida toda.

El flujo, al menos objetivo pues el subjetivo está por ver, de la necesidad de la revolución va unido, como no podía ser de otro modo, al auge de las fuerzas organizadas de la anti-revolución. Esa es la función que desempeña el libelo de Javier Rodríguez Hidalgo “La revolución en la crítica de Félix Rodrigo Mora”. No es casual que su elemento decisivo sea la denuncia y el repudio de la revolución.

Pero la revolución es necesaria, y lo va a ser más en los próximos decenios.

Necesaria en el plano de lo objetivo, porque sin una reordenación integral de la vida social, del individuo, del orden político, del sistema productivo y del régimen de ideas y valores en curso no se puede salvar lo humano ni rescatar la naturaleza. El reformismo está agotado, el sistema de dominación, agobiado por una crisis sistémica como es la actual, tiene ya pocas reformas que ofrecer. Ahora la tendencia es a endurecerse, a quitar lo que antaño otorgó, a exigir más y más a cambio de menos y menos. Por eso tenemos que tener la suficiente inteligencia, coraje, hermandad y apasionamiento como para atrevernos a pensar, y a popularizar, una estrategia de sustitución integral del Estado y el capitalismo por un orden de libertad, autogobierno y autogestión, sin desarrollismo ni productivismo.

Pero la revolución es aún más necesaria, si cabe, en el plano de lo subjetivo. Sin tenerla como idea organizadora, como meta, como estrategia, a la vez que como gran pasión y emoción que dé grandeza y sentido a nuestras vidas, nos desplomaremos en la confusión mental, en la pasividad, en el envilecimiento personal, en el reformismo político y en el vil mercadeo partitocrático e institucional. Pensar correctamente, pensar la verdad, exige hacerlo desde, por y para la revolución en la gran mayoría de las cuestiones sustantivas de la sociedad y el individuo.

Sin la revolución, o gran mutación total e integral, concebida finalmente como anhelo y propósito, no podemos reconstruirnos como seres humanos. No sabremos hacer el bien, ni servir a los demás, ni llevar una vida de virtud. No podremos, tampoco, librarnos del poder vilificante, deshumanizar y ecocida de la tecnología.

Diciembre de 2011

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